CAPITULO II
Retorno
Hoy el día es como otro cualquiera,
radiante con una luz que entorna mis ojos cubiertos de legañas y en el que como
todos los días me levanto del jergón con los gritos de mi madre Rufina desde la
cocina de la casa, miserable vago y holgazán, levántate… son las cinco de la
mañana y tienes tareas que hacer, las vacas te esperan en el prado y las
gallinas y cerdos esperan que los atiendas, deja de rascarte la cabeza y tomate
la leche que tienes en la mesa pero no te comas el trozo de tocino pues tus
hermanos tienen que alimentarse también.
A mis doce años el mundo es pequeño, todo es una rutina diaria y un fastidio
cuando los mayores son quienes lo controlan, no he terminado de tomar esta
leche espesa y con grumos de nata que flotan en el cuenco cuando siento un
golpe detrás de la cabeza que al inclinarse salpica un diente como un
perdigón hasta el suelo, ante mi estupor y sin poder recuperarme
siento la risotada áspera de mi hermano mayor Tomasito, a él no le gusta
que lo llamen así pues a sus diecisiete años ya es un hombre, es el mayor
de mis hermanos, solo dos niñas más pequeñas, Teresita y María que
aun es un bebe llorón y sin pelo. Nunca he comprendido a estas
criaturas pequeñas, quizás por falta de tiempo con mis tareas no me he
dado cuenta que el tiempo sigue pasando y yo me siento
mayor.
Hoy decididamente no empiezo bien el día, mi orgullo herido por mi hermano y
con un diente menos, noto el sabor a hierro en mi boca y sin mediar palabra me
limpio con la camisa hasta el codo con restos de mocos y alguna lágrima, sobre
la mesa Tomasito deja caer dos conejos esqueléticos atados por las patas para
colgar de su morral, sus caritas dejan ver una sonrisa con apenas los
dientes pequeños asomados en un tupido pelaje y bigotes inertes. Los ojos,
si los ojos me llaman mucho la atención son como cristales marrones sin brillo
que me miran como si preguntaran ¿por qué? no lo sé, hay cosas que no entiendo
pero si se que están muertos y que hoy será un día de fiesta en casa por comer
carne, mi madre sonríe orgullosa de su hijo mayor y con su ayuda le quitan
las flechas a los conejos para posteriormente despellejarlos, ojalá no me
toque esa tarea pues pienso el dolor de los animalitos.
No espero seguir siendo el centro de atención y en un despiste salgo al
exterior para ir a las letrinas del patio, tanto ajetreo me afloja mi
reseco estomago para evacuar la cena de anoche, nada especial, un plato de
judías de la huerta con una patata flotando en una agua turbia templada y con
cosas flotando que no he querido averiguar, quizás el retortijón de mis
tripas sea por las peras que robé y comí de las tierras de D. Florián nuestro
vecino de comarca, vive a unos kilómetros de casa y tiene unos árboles frutales
tan altos como una casa. Muchas noches con la luna llena he ido con mis
amigos de juegos a probar fortuna para calmar nuestros hambrientos estómagos,
el hijo del Tuerto, Carlos el Piojoso, Lucas Patapalo y mi mejor amigo El
Lentejita, este último se ganó el mote porque después de tres días aun tenia la
cáscara de una lenteja pegada en sus dientes, su madre enviudó cuando el
apenas era un mocoso y desde entonces somos compañeros de jornada, hay días que
me acompaña a pastar la vacas en el prado y así hablamos de cosa de
hombres y el futuro que nos espera. Lo mejor de nuestras travesuras es cuando
D. Florián suelta a los perros para que nos persiga por la finca, casi siempre
escapamos entre risas y chanzas hasta que un día alcanzó a morder a Luisón
el hijo de la tendera del pueblo, a partir de ahí paso a ser Luisón El Mocho
por faltarle dos dedos de la mano.
Vivimos en una casa apartada de
caminos muy cerca de altas montañas donde los inviernos son de lluvias que
duran muchos días en los que no puedo salir de casa, son los peores meses en
los que las nubes cubren con una intensa niebla todo el paisaje sin apenas
poder ver donde pisas con el peligro de caer por profundos barrancos con
grandes rocas y frondosos bosques tenebrosos en los que en ocasiones me
provocan escalofríos, dice mi madre mientras hace la comida en el fuego de casa
que en esta época según le enseñaron a ella cuando era apenas una niña las
fechas del año con los cambios de luna es cuando aprovechan las animas errantes
para llevarse a los niños hasta las oscuras cuevas a los niños desobedientes
para posteriormente asarlos como lechones y devorarlos, cuando nos reunimos en
casa al calor de la chimenea mis hermanas pequeñas lloran al escuchar estas
historias, a mí, me encantan e intento no mostrar miedo al oírlas y no me
atrevo a confesarle a mi madre cuando me he escapado de noche haber escuchado
en el bosque quejidos y lamentos hasta erizarme todos los pelos del cuerpo.
Conozco bien estas tierras, cuando
en el horizonte asoman las primeras nubes del invierno mi madre al alba me
prepara un pesado saco con grano para llevarlo al pueblo y cambiarlo por
herramientas, alimentos o telas que previamente mi madre ya había acordado como
todos los años con un comerciante del que desconocía su nombre, si lo había visto
en casa hablando en alguna ocasión con mi padre durante mucho rato y lo que
siempre me había llamado la atención eran sus gestos, daba la impresión que en
sus largas conversaciones calculaba sus movimientos como ya había visto a las
fieras antes de enfrentarse, calculando los puntos débiles de la presa para un
próximo ataque, quizás tan solo se trataba de mis imaginaciones ya que nunca
perdía de vista sus manos, en su cintura colgaba una larga espada casi tan
grande como yo.
Recuerdo en una ocasión mientras
observaba escondido en casa de puro aburrimiento estar con el oído afinado para
saciar mi curiosidad por lo que allí se hablaba, no es que me interesara de
ninguna manera, tan solo se trataba de imaginarme tan astuto como un gato, cuál
sería mi sorpresa cuando de repente me vi en el aire casi sin poder tocar con
mis pies en el suelo, mi hermano Tomasito me agarraba de la oreja hasta
levantarme de donde estaba, recuerdo aún después de tanto tiempo mi cara de
estupor al mirarle su mano para ver si tenía mi oreja como trofeo, con el
tiempo aprovechaba el reflejo del agua en el rio impresionado pensando que ya
tenía una oreja mucho más grande que la otra.
Fueron muchas las palizas que me
llevé siendo niño, casi siempre merecidas por mis continuas andanzas, otras en
cambio me las daban en previsión de mejorar mi carácter haciéndome más dócil,
recuerdo llorar desconsoladamente en las cuadras al lado de un pequeño burro
viejo que también al igual que yo había probado la indignidad de unos buenos
palos en las costillas. Siempre en compañía de mis amigos compartíamos
experiencias aprendiendo de todos los misterios de un mundo hermético a los
ojos inquietos de los niños, por supuesto teníamos la curiosidad natural por el
otro sexo, las mujeres, para algunos de nosotros el instinto de la virilidad
aún permanecía dormido ya bien sea por la edad o por estar tan desfallecidos de
hambre y cansancio que apenas nos quedaban fuerzas para otros menesteres
placenteros de la carne, para algunos de nosotros las mujeres eran madres,
cumplían su trabajo en el campo, nos daban de comer, nos cuidaban de peligros y
nos atizaban unos buenos cogotazos que se nos salían los ojos del golpe, pero
las niñas de nuestra edad eran otra historia, siempre lloronas y melindrosas,
les asustaba cazar ratas con nosotros y le daban miedo robar huevos en los
nidos trepando a los árboles.
Apenas era un renacuajo pero desde que aprendí
a dar los primeros pasos era difícil que algo o alguien pudiera mantenerme
quieto en algún sitio, mi madre decía que posiblemente tuviera lombrices en el
culo y cada vez que intentaba averiguarlo procuraba no aparecer por casa hasta
que mi madre buscaba otro quehacer, incluso podía pasar inadvertido con otros
niños mayores por mi gran estatura, las labores del campo fortalecieron mis
músculos y sobre todo mi incansable curiosidad, recuerdo con una sonrisa en una
ocasión ya bien entrada la noche encontrarme cerca de la taberna del pueblo
sentado en la puerta escuchando lo que hablaban los adultos. Un lugar donde se
reunían muchas tardes hombres de toda condición social, unos soltaban las
monedas de sus oscuros negocios y otros ahogaban sus penas el olvido de la
bebida y la posterior borrachera, el caso fue escuchar como entre ellos se animaban
a seguir divirtiéndose con las rameras, eso despertó mi imaginación al pensar
que quizás existieran mujeres para poder jugar aún siendo mayores en andar
subidas a las ramas y conseguir huevos de pájaro como hacíamos cuando apretaba
el hambre.
Afortunadamente siendo un niño
tenemos el cuidado de no preguntar a sabiendas que las consecuencias por espiar
puede conllevar a una paliza por lo tanto lo olvidé hasta años después cuando
los sueños y las realidades de la vida tornan a sabores amargos, experiencias que
jamás volverán e ilusiones que flotan en una mente ansiosa por averiguar los
grandes enigmas de la condición humana.