CAPITULO
LIV
La
señal
En la inmensa sabiduría de Dios en
la que creó al hombre con una de las grandes diferencias con relación al resto
de los animales, la facilidad de la sonrisa como un lenguaje universal carente
de voz, tan solo un gesto para dar a entender a tu prójimo el beneplácito por
saber de tu acercamiento al entendimiento mutuo, ver a tantos muchachos jóvenes
acampar a pie del muro del templo no dejaba de sorprenderme por el saber de su
espera, busqué un lugar apartado donde poder descansar con la proximidad de la
noche evitando con ello entrometerme en sus costumbres, contemplaba un cielo
sembrado de miles de estrellas con diferentes intensidades de luz, parpadeos de
quizás ángeles del cielo protegiendo vigilantes el sueño de tantas almas con
problemas y dudas existenciales, hoy, en la tranquilidad de mi soledad y con el
cansancio de una jornada de tantas sorpresas me fui abandonando hasta quedar
sumido en un sueño que me llevó hasta los recuerdos de mis padres y mis
hermanos en lugares tan lejanos como mi memoria casi no recordaba. Me vi
rezando sin pronunciar palabra alguna, a pesar de mi natural necesidad de
escuchar mi propia voz el instinto por los tantos años de saberme mudo
continuaba como costumbre encomendarme a Dios rogando por guiarme en mis pasos.
A la mañana siguiente me sentía
descansado y feliz, necesitaba recuperarme física y mentalmente para saber de
mi propósito en aquel lugar, pasaban los días sin cambio alguno, la gran puerta
de color rojo que daba acceso al interior del templo permanecía cerrada sin
cambios a pesar del tiempo de espera de todos los que allí nos encontrábamos,
al principio me dedicaba a dar pequeños paseos con la finalidad de mantener mis
músculos activos, la escritura y el dibujo llenaban el tiempo de ocio tan solo
interrumpido por los frugales alimentos que llevaba, no había forma de
abandonar aquel lugar si no era bajando por los acantilados e internarse en el
bosque, una idea que descarté recordando los peligros por tamaña hazaña, el
tiempo había cambiado notablemente con episodios de lluvia incesante y nieve
acompañada de vientos gélidos capaces de arrancar pequeños arbustos.
Con el transcurso de los días empecé
a darme cuenta en que faltaban niños y jóvenes que siempre veía ocupados a
cierta distancia de donde me encontraba, supuse que los rigores del clima y
quizás la falta de alimentos para aguantar en aquella espera habían conseguido
mermar sus voluntades para finalmente abandonar quebrando sus fuerzas, comenzaba
a sentir mis propias dudas por continuar con un sufrimiento que pudiera
tratarse de una quimera, me preguntaba por la posibilidad de que nunca se
abriera aquella puerta y falleciera a causa del frío y el hambre en aquel lugar
tan apartado de la civilización.
Ya había pasado una semana desde mi
llegada, tan solo quedaban dos niños y un adulto que calculo era de mi edad,
sabiendo de nuestra desgracia decidimos por señas intentar permanecer juntos en
un grupo unido en nuestros temores ocultos, con grandes dificultades nos
turnábamos para recorrer grandes distancias en busca de ramas y vegetación para
mantener vivo un fuego sobre piedras redondeadas que mantuvieran el calor
durante más tiempo durante las primeras
horas de la noche en la que el intenso frío empezaba a causar los primeros
síntomas preocupantes en nuestro cuerpo. Una mañana en la que desperté con
intensos dolores en los pies contemplé como la piel se había tornado de un
color azulado, inmediatamente intente a duras penas y con intenso dolor
intentar caminar masajeando con fuerza para recobrar la circulación de la
sangre, a partir de aquel día procuraba mantenerme activo haciendo ejercicio
regularmente para evitar lo que llamaban la muerte dulce causada por el
agotamiento físico y la incapacidad de la mente por luchar contra la
congelación.
Nuestra situación empeoraba con el
transcurso del tiempo, los víveres eran cada vez más escasos por lo que tan
solo subsistíamos derritiendo nieve en una cazuela para racionar té caliente y
poder combatir el intenso frío, las fuerzas nos abandonaban e incluso rondaba
por mi cabeza la idea de no continuar en aquel lugar pero ya no había salida
posible, los caminos se habían vuelto intransitables, apenas se podía ver unos
pocos pasos por delante y la niebla envolvía todo con un velo siniestro
sellando nuestro destino final. Mi estado de ánimo sin querer retrocedió al
recordar una escena que viví tiempo atrás mientras me acercaba al lugar donde
me encuentro, había preferido bloquear este recuerdo por la fuerte impresión
que me había causado pero ahora me invadía el pesimismo y nuevamente el miedo
volvía a visitarme.
El ser humano desde que nace está
predestinado a su destino final para encontrarse finalmente con la temida
muerte pero existen diferencias en las que la dignidad, la cultura, la religión
o las circunstancias que rodean un siniestro final se pueden ver alteradas
según por quienes la ven con distinta percepción sintiendo por ello dolor,
rabia, frustración, abandono o incluso indiferencia.
Cuando dejé atrás la escultura de
Buddha me acerqué a un campesino con un pequeño caballo no muy lejos de mi
camino, me acerqué a él tan solo para saludarlo por la curiosidad de verlo
caminar con su caballo a través de un terreno yermo y estéril, ya a su lado me
di cuenta que sobre el caballo transportaba lo que parecía un cadáver. Sin
perder la sonrisa el campesino me hizo gestos señalando al cielo lo que me
pareció suficiente para entender que efectivamente se trataba de algún familiar
o amigo y se disponía a darle sepultura. Me pareció mi deber de cristiano
acompañar a aquel hombre en silencio para que no se sintiera tan solo en
aquellos parajes y a la vez era un motivo de curiosidad por saber si cerca se
encontraba algún camposanto. A lo largo de mi vida he sido testigo de todo tipo
de muertes, cruentas por la violencia del hombre contra su prójimo como por
enfermedades naturales y en cualquiera de los casos no me impresionaba ninguna
de ellas, me habían educado para no temer por las almas que Dios reclamaba, intentaba
curar sus heridas y de no poder salvarlos encomendaba sus almas con rezos y
oraciones piadosas sabedor que en tránsito hasta llegar a Dios Padre se
acababan sus aflicciones en esta tierra.
Habíamos caminado en silencio un
largo trecho cuando el campesino observa detenidamente el cielo y decide que
donde este era el lugar indicado. Imaginaba que traería alguna pala o alguna
herramienta con la que pudiera cavar una tumba, pero nada más lejos de la
realidad, con señales me dice que me agache e intente levantar algo de tierra
del suelo, era imposible, el terreno era duro, compacto y casi congelado por lo
que aumentaba mi curiosidad por saber de su próxima acción.
A poca distancia de donde estábamos
se encontraba una estaca clavada en el duro suelo, hasta allí descabalgó al
fallecido estirándolo a lo largo y atando sus brazos a la estaca del suelo,
seguidamente sacó de una funda de piel un machete con lo que por prudencia y
desconocimiento logró que me apartara a una distancia prudencial y poder
continuar observando. El estomago se me revuelve al recordar, el campesino
agachado sobre el difunto comenzó a cortar la piel del cadáver con una destreza
propia de un carnicero, no logre ver en su rostro atisbo alguno de dolor o pena
por una acción tan humillante y bárbara, lo hacía de forma natural sin dudar en
ningún momento. La carnicería duró poco tiempo y acto seguido volvió a enfundar
el machete y se dispuso a reunirse conmigo, permanecimos en silencio observando
el desierto horizonte a la espera de una bandada de enormes aves que se
abalanzaron raudas a celebrar su macabro festín, el campesino con una sonrisa
me señalaba el cielo, eso era lo que intentaba explicarme, el cuerpo es tan
solo un envoltorio, las aves subsistían de la muerte de los hombres y supuestamente
para su cultura el alma quedaría liberada hasta alcanzar la gloria en otra
vida.
Abandoné aquel lugar acongojado y
triste después de vomitar con fuertes arcadas, la cabeza me zumbaba mareado y
confuso, tan solo llegué a recuperarme al comparar un enterramiento cristiano
¿acaso existía diferencia en que gusanos o buitres comieran a los fallecidos?
Desconozco la respuesta pero estamos atados mentalmente a no entender todo lo
que este fuera de nuestra educación, había sido testigo de un funeral tibetano
y ello en mi situación actual en compañía de dos niños y un adulto con los que
no podía entenderme complicaban mi estado mental, sin querer me abandonaba a la
voluntad de los acontecimientos en la paz de verme morir carente de fuerza por
luchar en mantenerme despierto y alerta. Contemplaba a los niños sentados sobre
el frío suelo con las piernas cruzadas, ojos cerrados y brazos en reposo sobre
sus regazos, extraña forma de contemplar la llegada del mundo de las sombras
con una expresión en sus rostros de armonía con una naturaleza implacable que
nos robaría la vida sin apenas movimientos, quizás la esencia de Buddha germinara
en sus corazones como una muestra del abandono del espíritu de los hombres
buenos.
En sueños escuchaba una voz que me
resultaba vagamente familiar, a abrir los ojos sentía como palmeaban mi rostro
a la vez que un anciano sonreía con rostro burlón, bienvenido Pedro, te esperábamos,
no podía creerlo, me encontraba a las puertas del templo y quien me hablaba con
dulzura era el misterioso anciano de las hierbas. Con infinita paciencia cargué
en mis brazos a uno de los niños que inerte y desmadejado dejaba sus brazos
caer fláccidos sin fuerzas vitales, inmediatamente acudieron a socorrernos
otros monjes para procurarnos atención médica y alimentos, traspasábamos el
umbral a otro mundo pero al mirar a lo alto de uno de los templos el pánico
palideció mi rostro paralizando mi cuerpo, una señal, quizás la señal que no
esperaba contemplar en aquel lugar paradisiaco aparecía ante mí y mientras en
mi cabeza notaba un zumbido como lúgubre presagio a una nueva pesadilla oculta
en mi memoria como funesta sombra cargada de lágrimas y muerte de seres
inocentes.
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