viernes, 25 de febrero de 2011

CAPITULO III Infancia

CAPITULO III
Infancia




Son tiempos difíciles y de hambruna, las guerras en España no cesan y las rapiñas de los nobles estrangulan con sus tributos a los trabajadores del campo, mi padre, es un señor muy alto y de semblante muy serio, trabaja como mercader trapicheando por los pueblos con la compra y venta de ganado, no lo veo desde varios días y cuando llega a casa lo sé por el tufo a vino rancio y olor a mierda de vaca seca, es buen hombre pero apenas me habla, solo pregunta por los animales y que todo vaya como siempre al cuidado de mi hermano Tomasito, mi madre si que se alegra, es el día en que se acerca al riachuelo cercano a casa y se lava de rodillas con los faldones remangados con fuertes manotazos de estropajo de cáñamo, mientras mi padre está en casa los dos sonríen y se miran con extrañas caras, bueno, yo creo que las cosas van bien porque no me hacen mucho caso y me llevo menos collejas ni palizas.
              Al salir de la letrina nuevamente aspiro el aire puro y frio, dejo atrás moscardones ruidosos y un olor que según dice mi madre es de pobre, escupo un buen sorbete de sangre parda contra una mosca posada en una piedra y casi le acierto, mis amigos dicen que para escupir y mear tengo la mejor puntería y eso me hace sentir orgulloso, pronto seré como Tomasito y me saldrá mucho pelo estropajoso y negro como les sale a los hombres. Fiel y tranquilo me espera mi perro mastín, es tan grande que incluso podría subirme encima de él, no tiene nombre, solo se llama perro y con solo silbarle corre a mi lado incluso tirarme al suelo con sus patas poderosas, según nos contaba mi padre sus antiguos dueños lo tenían amaestrado para la caza de esclavos negros fugados, yo nunca he visto ninguno y por lo que dice mi padre son demonios escapados del infierno antes de ser quemados en la olla eso me da miedo pues algunas noches se oyen en la lejanía susurros y lamentos de ánimas que vagan en pena por los caminos y que se comen a los niños.
               Una noche, el pasado invierno estábamos al pie de una hoguera los amigos de siempre contando nuestras hazañas y bravuconadas para ver quién era más atrevido y valiente, mientras uno danzaba y contaba con todo lujo de detalles sus aventuras los demás escuchábamos con toda la atención absortos en descubrir dónde estaba la verdad y la mentira del relato.
                Las estrellas sembraban el cielo en una capa negra como la muerte, inerte, fría y silenciosa tan solo interrumpida por los chupetones que les dábamos a unos rulos de hierbas secas que acostumbrábamos a fumar combinado con sorbos de aguamiel de una botella de barro que siempre llevaba Lentejita en un zurrón de piel de oveja para mantener el calor, esa noche nos acompañaba Martín, el tontito del pueblo, muchas veces intentábamos evitarlo pero nos siguió en la noche incorporándose a nuestra fiesta particular.
                Ya era muy tarde y con el vino nuestros reflejos se veían afectados además del mareo con tanto brincar como posesos, fue cuando se animó Martín y en uno de los saltos tropezó y cayó espatarrado como un cerdo abierto en canal, en un primer momento solo veía las caras de asombro de mis amigos además de la mía con la boca abierta todos mirábamos algo inhumano, sobrenatural, grandioso y espectacular.
                De entre sus piernas flacas y magulladas colgaba la meadera más grande que se pueda imaginar, negra como una morcilla y tan grande como un salchichón de Salamanca mi amigo Carlitos El Piojoso solo balbuceaba Dios mío, la Virgen y otras palabrotas que mi memoria no recuerda, el silencio fue roto ante el estupor de todos por la risotada de babas que soltó el pobrecito Martín que a partir de ese día quedaría bautizado sacrílegamente por supuesto como Martín el Trabuco.