miércoles, 13 de abril de 2011

CAPITULO XIII. Peste

CAPITULO XIII
Peste

Antes de encaminarme a la cárcel he permanecido unos días tranquilos en el Colegio-Universidad de Santa María de Jesús, en la zona de los Reales Alcázares. Linda al sur con el arroyo Tagarete, más abajo el río Guadalquivir. En sus amplias estancias me encuentro con hermanos de la orden de los jesuitas dedicados a la enseñanza de filosofía, ciencias, artes, teología , astronomía, medicina y artes liberales. Control ideológico y cumplimiento del criterio y la moralidad a jóvenes alumnos de un estamento social pobre, las innovaciones se imponían también en los estamentos eclesiásticos con la nueva ley llamada “limpieza de sangre” por la que los nuevos estudiantes debían ser de “casta selecta” proceder de familias puras de sangre sin antecedentes judíos o conversos cuyo destino en un futuro sería cubrir los altos cargos de la Iglesia, de la política y de la Santa Inquisición; sin posible comparación a como aprendí yo con mi maestro Jeremías y otros frailes con los que he compartido anécdotas y múltiples y variadas historias desde casi toda la geografía peninsular.
Una de las noches nos encontrábamos reunidos en el salón anexo a la cocina cuando llegó un joven fraile de viaje. Después de alimentarse con un cuenco de barro de legumbres y una jarra de vino comenzó a ponernos al corriente de sus andares por la península. Hubo una historia que me causó una honda impresión sin saber el motivo, ya que su contenido no tenía nada especial y si había algo extraño, el porqué a ese fraile tanto le llamó la atención. Me encontraba en la ciudad de Ávila, nos comenta, de paso en mi camino por distintas ciudades sin ningún destino en concreto, cuando una mañana me encontré con dos niños pequeños de la mano. La niña no tendría más de seis o siete años, algo en ella me llamó la atención y en vez de continuar mi camino me dirigí a ella para preguntarle que hacían solos por aquel camino. La niña me contó que se dirigían de camino pidiendo limosna hacia las tierras de los infieles moriscos para ser mártires y que les cortaran la cabeza. Quedé muy sorprendido por la confesión de la niña a la que acompañé junto a su hermano hasta la ciudad, allí los recogió su tío, viendo que el proyecto de fuga no iba a ser posible, la niña convencida afirmaba que entonces sería ermitaña para dedicar su vida a Dios. El tío de los niños se le veía nervioso y actuaba de una forma extraña, me comentó de lo inteligente que era su sobrina de gran imaginación y fantasía vehemente, su padre era muy aficionado a la lectura, que a su edad ya sabía leer y escribir además justificaba lo ocurrido con las fantasías en su afán por leer novelas y vidas de santos, recuerdo que al contar la anécdota con los vecinos no les causaba extrañeza, conocían a la niña como Teresa de Ávila.
Continuó con mas relatos a cual más sorprendente, el último era bastante reciente y muy preocupante. Muy cerca de Sevilla, en Jaén, y más concretamente en la villa de Lopera, se había detectado una epidemia de peste bubónica, le llamaban la “muerte negra”. El miedo me hizo escapar hasta Sevilla para buscar refugio, siento confesar y no me avergüenza por ello de no haber sentido tanto miedo y terror en mi vida, hasta tal punto de imaginarme metido en una pesadilla del infierno o de haber perdido la cordura en mis vivencias. Desde entonces no puedo conciliar el sueño y me despierto entre sudores y escalofríos pensando que me puedan apresar las autoridades por temor a estar contagiado, para vuestra tranquilidad os aseguro de mi buena salud, los enfermos no duran más de dos o tres días aquejados de fiebres, delirios, gritos desgarradores y grandes tormentos, sus carnes se llenan de unas pústulas del tamaño de un huevo de gallina de la que supuran líquidos negros de una hediondez inimaginable. He sido testigo de comunidades en la fe en Cristo renegar y blasfemar en su desesperación enajenada de todo y de todos para finalmente ser ejecutados por orden sumarísima por blasfemia y herejía, hacían batidas por las casas cubiertos con una máscara blanca que cubría sus rostros con un pico alargado parecido al de las cigüeñas por temor a contagio en la respiración del enfermo, les palpaban los ganglios linfáticos y en el caso de detectar algo anormal simplemente les cortaban la cabeza para posteriormente cargarlos en carretas como fardos y en el retiro de miradas curiosas hacían grandes montones de cadáveres y les prendían fuego purificador. Hasta tal punto es la mortandad entre sus habitantes, que ya no se consigue madera para los ataúdes ni quien se dedique a este oficio de carpintería. Una vez a la semana, incluso dos, las calles se ven cubiertas por devotos fieles en procesión hacia la iglesia portando a hombros a su santo peregrino más venerado, San Roque, una multitud silenciosa sumida en un trance de miradas vacías. La noche que escapé, el cielo estaba cubierto de humo y cenizas como nieve gris y sucia, el olor a carne quemada lo invadía todo y las llamas de las hogueras parecían espectros que danzaban un baile de muerte y locura humana. Lo último que supe es de la persecución a los judíos y a los leprosos por parte de la ley haciéndolos culpables de la enfermedad por la que estaban siendo castigados. He vagado por los campos sin rumbo evitando encontrarme con campesinos o viajeros, al extenderse la noticia, he sabido que se habían cerrado las entradas a la ciudad por orden gubernamental. Sevilla se encontraba cercada por una alta muralla con un amplio foso a la base de sus muros sólo franqueable por un puente levadizo y puertas gruesas de madera y rejas de hierro, con la finalidad de hacer frente a los ataques desde el exterior y en este caso para evitar que la epidemia hiciera presa en sus ciudadanos por contagios llegados desde otras provincias.
La palabra peste me ha dejado preocupado, siento latir mi tobillo a pesar del tiempo que ha transcurrido desde mi incidente en el puerto de Cádiz. He sabido que esta enfermedad la causan las pulgas, con su picadura, a la vez que pican a las ratas estas contagian a los animales indefensos, pulgas y ratas encuentran en la basura su mejor territorio para expandir la enfermedad, añadiendo la carencia de higiene personal en los habitantes de las grandes ciudades. Afortunadamente estoy acostumbrado a enfrentarme a casi todo tipo de enfermedades y curar heridas de todo tipo pero la palabra peste es para mí el peor castigo de la humanidad. Por escritos he sabido de ella y de la gran mortandad que causa, casi siempre, en las familias que viven en los barrios más asolados por la pobreza.
Además de la oración he dedicado mi tiempo a la gran biblioteca que aquí se encuentra. Han sido horas para encontrarme solo a la búsqueda de un oscuro rincón oculto por multitud de libros para esconder mi libro de viaje con toda la trayectoria de mi vida, en él he reflejado con honestidad y con el mayor rigor posible mi andadura por los largos caminos de España, pero lo importante ha sido el caminar dentro de mis propias experiencias vividas con todos sus sentimientos y emociones para poder conocerme a mi mismo y aprender de mis errores. Aquí en estas paredes donde duermen los sueños de tantos escritores ilustres y sabios, lugar dedicado a la enseñanza, la cultura, el saber y culto a Nuestro Señor Dios, dejaré mi humilde legado que no es otra cosa que los sueños de un loco, un desgraciado siervo en la tierra de los designios de las voces que atormentan mi cabeza, un esclavo de mis propios miedos y terrores, un cobarde que por azares del destino ha guiado mis pasos hasta este lugar para esconder sus vergüenzas y dudas, que, en manos de los hombres pueden hacerme llegar hasta la hoguera por hechizado y hereje. Si muero en manos de la justicia de los hombres mi secreto morirá conmigo y si llego a ver el futuro en mis andares continuaré relatando mis vivencias que se podrán completar con las que hoy aquí esconderé.
Vuelvo a despedirme de mis hermanos Jesuitas de los que no podré olvidarme, han sido nuevamente mi familia y apoyo, con ellos he compartido alegría y penas, me prometen estar informados de lo que pueda suceder de aquí en adelante. A pesar de encontrarse dentro de gruesos muros y al amparo de la calle llegan informadores continuamente con todas las noticias que suceden en la ciudad. Con pena de no poder continuar mis estudios en la biblioteca y compartir la sabiduría que encierran sus libros, debo continuar con mi propio destino fruto del azar de las circunstancias del camino, atrás queda mi semilla escondida en un inmenso jardín de libros muertos a la espera de ávidos ojos y curiosidad en el alma que los hagan resucitar en esperanzas de nuevas aventuras. Dejo enterrada una parte de mi vida y hoy comienza otra que ya veremos hasta donde podrá llegar.

sábado, 2 de abril de 2011

CAPITULO XII. Mi vida en un puño.

CAPITULO XII
Mi vida en un puño


Camino sin rumbo por calles en las que me pierdo, a veces a la derecha otras a la izquierda, cuestas arriba, pendientes abajo... No puedo pensar, solo quiero alejarme, ¿alejarme de qué? Me siento terriblemente solo, sentimientos contradictorios cruzan mi cabeza en un torbellino mareante de imágenes de santos y agonías, sufrimiento y tristeza. No me doy cuenta que la gente me observa en mi andar agitado y tropiezo con todo tipo de artesanos, agricultores, mercaderes, nobles y plebeyos y nuevamente me llama la atención cruzarme con mujeres del islam completamente tapadas de pies a cabeza solo dejando la franja de los ojos a la vista. Nuevamente pienso en mi madre y en los grandes misterios de la creación de Nuestro Señor, convivo y he compartido alimento con múltiples culturas y razas, pero la mujer sigue siendo el gran misterio de la naturaleza.
La expresión de mi cara seguro crea el temor de quienes me han evitado por las calles dejando el paso libre para llegar a mí destino. Me siento perdido, al tiempo de mis andares por las calles empedradas aminoro el paso con el calor y la fatiga en tan loca carrera. Hay momentos que descanso al abrigo de muros enladrillados de piedra o bajo los toldos y zaguanes a la sombra, hay contrastes en las casas de sus habitantes, he visto grandes parcelas palaciegas donde la vegetación es abundante, así mismo no parece faltar el agua potable en esta ciudad ya que por doquier he visto pequeñas plazas con fuentes incluso dentro de los patios y portales de las casas. A pesar de la suciedad de sus calles me ha maravillado el contraste de fragancias naturales como los aromas del azahar, jazmines, rosales, cidros, geranios y árboles frutales naranjos, limoneros, higueras y otras plantas y flores, dentro de los corrales de vecinos grandes huertos y jardines con pérgolas y múltiples macetas con una gama de colores que me distraen la vista. Pozos, aljibes y fuentes, a las afueras de la ciudad un puente de múltiples arcos de origen romano transportan el agua para salvar los desniveles del terreno haciéndola llegar a todos los barrios de esta popular urbe.
Sin darme cuenta estoy sentado en una tranquila y amplia plaza viendo lo que me rodea, parece ser un punto de reunión para el comercio local arropado por los edificios más importantes del núcleo urbano, el Ayuntamiento, el Convento de San Francisco, el Hospital de las Cinco Llagas, la Audiencia, la Iglesia de la Anunciación, la Casa de la Moneda, palacios de ricos y nobles y casas con fachadas de notable influencia de cultura mudéjar... Despierto sobresaltado al notar la caída en vuelo y posarse delante de mí una paloma a la que acompañan casi al instante una veintena más en ese baile que tienen al caminar moviendo las cabezas una detrás de la otra. No muy lejos conversaciones de ancianos, vendedores, buhoneros, ruido de caballerizas, carromatos, trompetillas, vagos, locos, nobles y ricos, monjes y frailes, voces y risas, ruidos y golpes, vuelven a acompañarme en esta bulliciosa ciudad. Las hojas de los álamos parecen susurrarme con la brisa y el sol calienta mi cara sintiéndome vivo, me siento tranquilo, un grupo de niños corren con gritos de alborozo tras las palomas que levantan al unísono el vuelo, siento las lagrimas asomar en mis ojos derramándose por mi cara, una señal me llega, por encima de todos los sonidos oigo el tañar lento de unas campanas no muy lejos de donde me encuentro, ya sé lo que busco o simplemente lo que necesito, mis pasos me guían hasta la catedral, buscaré en la meditación de mis plegarias y la confesión de mis pecados la paz que tanto anhela mí alma.
No sé el tiempo que permanecí arrodillado en el altar, solo noto el dolor en las rodillas. He perdido el peso que me oprimía, mis manos en la cara han conseguido aislarme en mi propio mundo en el que no hay cabida para la mezquindad humana, tengo que ser fuerte en mis creencias divinas para entender los laberintos confusos que guían las conciencias de mentes tan enfermas, soy prisionero de esta ciudad que me asfixia, de hombres buscadores de poder y codicia y de un secreto ahora en peligro si me descubren. Se acerca la hora de hacer una pausa para aliviar mi propia conciencia, quizás algún día, en el futuro si es que lo hay, podrán leer y quizás entender el mal que me preocupa, la enfermedad que ha contaminado mi cabeza sin remedio. Son momentos cuando escribo estas líneas de revelar lo que sucedió hace muchos años cuando era un niño, si se torciera mi camino al ingresar en la cárcel este será mi último testimonio.
Veinticinco de diciembre del año de Nuestro Señor de mil quinientos, es la fecha de mi nacimiento, una fecha que nunca olvidaré pero adelantemos algunos años más.
¡¡Felicidades Pedrito!!” sonrío y me lanzo a los brazos de mi madre Rufina. Recuerdo la suavidad de su piel, el olor de la gente mayor, mezcla de perfume de hojas, flores, naturaleza y amor. La piel fría de color blanco, los cachetes blanditos como las nubes y la fuerza de sus brazos al abrazarme. Besos y más besos, apretones, achuchones y mimos. Pataleo para zafarme y no me deja, me revuelvo y sigue apretando y besuqueando; soy un hombrecito, ya está bien, puedo soltarme y corro por toda la casa riendo y saltando. Me siento feliz, es un día especial para mí. Veo a mi madre secarse alguna lagrima por la emoción y la frase que no falta ningún año: “Qué grande y que guapo me ha salido este niño”. Perro, que me ve salir, empieza a ladrar y corre a por mí para tirarme al suelo y llenarme la cara de babas, hoy es mi día y todos me quieren, esta noche iremos todos al pueblo a escuchar el sermón y la misa, una especial por ser Navidad pero yo sé que es por mí, hoy todos me sonríen, me aprietan los cachetes, me tiran de las orejas y me dan una colleja... vaya, mi hermano Tomasito, “felicidades enano”, me da una patada en el culo, pero salgo corriendo.
Esta noche volveré a comerme muchos bollos de azúcar con aceite igual que el año pasado, pero primero iré al prado a pastar las vacas, así mama verá que soy un niño mayor y me va a dar muchos besos y más mimos. Me cuelgo la bolsa con un trozo de pan y un trocito de carne seca que mi madre ha guardado envuelta en un trapo sólo para mí. Hoy también luce un sol esplendido que me hace arrugar los ojos que me raspan, me quito las legañas secas y todo arreglado, escupo en mis manos y me limpio las rodillas, hoy es un día especial. El monte no queda muy lejos de casa, me gusta caminar detrás de las vacas mientras recojo piedras y las tiro lejos, hoy casi le acierto a un cuervo, bueno, lo he dejado cojo pero se me ha escapado.
La mañana pasa lentamente, el cielo es de un azul radiante pero sopla un poco el aire y se avecina una tormenta en la lejanía, la vacas también las noto inquietas y Perro, mi mastín, gime , se revuelve, corre por el prado y vuelve a empezar. Me aburro y tengo hambre, tendré que buscar un refugio para estar tranquilo y quizás incluso me de tiempo de dormir un poco, anoche estuve con los amigos hasta muy tarde y con los nervios de tantas emociones no he descansado mucho. No termino de pensar en todo esto cuando ya caen las primeras gotas, que raro, la tormenta debía tardar unas horas y el cielo se esta poniendo negro, muy negro, parece que es de noche, tengo miedo y salgo corriendo para cubrirme bajo un árbol y cuando me apoyo en su tronco oigo un espantoso trueno que ilumina todo el cielo con una claridad que me ciega o eso recuerdo junto a una luz que bajó como un latigazo de luces con pinchos como las ramas de las zarzas. Después solo recuerdo un dolor agudo en mi cabeza, un olor a chicharrones de cerdo quemados y un fino hilo de humo azul delante de mi cara, noto algo en mi mano…cierro el puño y duermo.
A partir de aquí, solo tengo referencias a lo que mi madre me contó, nadie recuerda haber visto ninguna tormenta ese día, me encontraron tirado en el prado bajo el árbol y pensaban que me había quedado dormido, la alerta fue cosa de Perro que fue hasta mi casa ladrando nervioso. Tres días durmiendo y nadie encontraba explicación alguna, aunque hubo todo tipo de especulaciones pero la esperanza, el rezo y las lagrimas fueron suficiente para tan larga espera. Cuenta mi madre que intentó abrirme la mano para estirar los dedos, pero no pudo, mi vida en un puño. Cuando logré despertar me encontré a toda mi familia mirándome, me toqué la cabeza y respiré aliviado por estar aún en su sitio, lo único diferente era un turbante alrededor de la cabeza. Le pregunté a mi madre si quedaban judías en el caldero pues tenía mucha hambre, los días siguientes fueron también muy felices ya que todos estaban pendientes de mi, ya no habían más collejas ni palizas, incluso las vacas y el resto de los animales de la casa los atendía mi amigo del alma Lentejita a cambio de un plato de comida, pero, ¿qué objeto se escondía dentro de mi puño cerrado? Fue el primer regalo de mi vida y el secreto que después de tantos años aun conservo y desconozco.
Es una joya con forma de vaina de guisante pequeña de color azul mate, quizás no tenga utilidad como tampoco lo tiene una gema, pero por algún extraño motivo no sé qué o quién lo dejó en mi mano el día de mi cumpleaños o porqué no lo solté después de tres días inconsciente. Un día se me ocurrió guardarlo en una pequeña bolsita de piel y lo colgué en mi cuello como amuleto, fueron días inolvidables con mis amigos, cuando me vieron me apodaron “El Moro”. A veces Lentejita y yo pasábamos ratos con la joya pensando que utilidad tenía o cual sería su valor, con el pasar del tiempo todo quedaría en el olvido, ya no tenía turbante sólo una pequeña cicatriz de quemado y el mote “El Moro” ya no lo recordaba, curiosamente hoy provoca mi sonrisa.
Recuerdo hace unos meses con Jeremías en la abadía inmerso en los estudios, buscaba momentos para despejarme y descansar. Al igual de mi habilidad con hierbas medicinales me gusta la creatividad con mis manos. Comencé a tallar con una navaja un trozo de madera oscura, cuando necesitaba relajarme le dedicaba parte de mi tiempo a cortar astillas para darles la forma. Necesité muchos días de paciente labor para conseguir lo que quería y tiempo después acabé mi obra, una cruz con la parte superior hueca para esconder la joya que siempre me acompañaría. Una cruz representaba protección divina, lo tenía presente en cualquier lugar de la abadía y cuando me ordenaron fraile. La cruz de madera cuelga al extremo de la soga que amarra mi cintura, esa joya y las voces en mi cabeza serán mi secreto.
Salgo de la catedral en un estado de éxtasis sumido en lo más profundo de mis recuerdos. No me doy cuenta hasta un rato después de la humedad pegajosa que siento en la mano, hace calor pero el sudor no lo noto en mi puño hasta que lo miro con cara de extrañeza como si no perteneciera al resto de mi cuerpo. Gotas de sangre salpican la escalera de entrada a la catedral y dentro de mi puño cerrado con los nudillos blancos por la fuerza en la presión, la cruz de madera de mi hábito clavada en la palma de mi mano. No tenía tiempo que perder, alguien nuevamente en mi cabeza volvía a guiar mis pasos, tenía que continuar una misión antes de ingresar en la Cárcel Real, donde estaría vigilado en todo momento.