CAPITULO XXVII
Aborigen
Una gran carcajada resuena en este bosque, me habían dicho que vosotros los frailes erais un poco raritos pero mis cabras no son tan cristianas para que os molestéis en echarles un rezado, risas y más risas, lentamente levantamos la cabeza y sin querer nos unimos a la singular fiesta que este grandullón ha organizado a nuestra costa, nos da unas fuertes palmadas en hombros y espalda dejándome aturdido a la vez de sorprendido comenzando con su relato.
Mi nombre es Doroteo, aunque me conocen como Teodoro el cabrero, si, ya lo sé, en realidad así fue como me bautizaron y de ahí viene la broma del nombrecito, en mi aldea sigo siendo Artemi, el nombre de uno de nuestros antepasados, ¿sabéis? Ya bajaba de las montañas para reunir el rebaño cuando olí el humo de vuestra hoguera, si no les parece mal compartiré con vosotros un rato tranquilo ya que no es frecuente las visitas por estos lugares sagrados, ¿sagrados? Contestó Serafín, ¿acaso hay alguna ermita o iglesia tan lejos del pueblo? Nuevamente el cabrero sonríe con paciencia y tras una pausa nos señala un montículo de piedras un poco más arriba de donde nos encontramos, ¿veis ese túmulo? Allí descansa el cuerpo de un valiente hermano desde hace muchos años, mis antepasados momificaban a nuestros muertos envolviéndolos en grandes hojas de platanera, se enterraban a poca profundidad y se les tapaba con grandes piedras volcánicas planas con sus cuerpos orientados a la salida del sol, les acompañaban en su viaje al más allá sus utensilios cuando vivía así me lo conto mi abuelo y a él el suyo, conozco muy bien estos riscos y montañas con la compañía de mis cabras y mis recuerdos, yo no le quitaba el ojo a la pértiga que dejó apoyada en la pared de la cueva, Doroteo al darse cuenta nos comentó, tranquilos frailes, no es una herramienta de muerte, mi pueblo siempre lo usa para saltar barrancos y desniveles del terreno igual que vosotros soléis usar un ridículo bastón tan pequeño que mi hijo con seis años lo puede considerar un juguete para matar lagartijas.
Después de un rato de conversación animada sacó de una bolsa de piel a la que llamaba zurrón, una masa de color pardo parecida al barro a la que se dedicó a amasar con las dos manos, cuando ya la tenía amasada nos ofreció a probar, por no despreciarlo comimos con el asombro de su especial sabor, gofio, ese era su nombre, una masa de harina de cereales tostados amasada con aceite combinada con un delicioso queso de cabra y tollos secos, un pescado en salazón que no habíamos probado nunca, un buen vino dulce, de postre higos secos y pasas, incluso nuestro anfitrión mordía una gran cebolla roja que amablemente rechacé.
Era entrada la tarde cuando retornamos nuestro camino, estábamos entrando en El Real de Las Palmas, en todo su litoral se alzaban grandes murallas de norte a sur con torreones de vigilancia adentrados casi en el mar desde donde vigilaban con celo cualquier avistamiento de barcos con tesoros traídos desde costas americanas así como de posibles ataques piratas, muy frecuentes en estos mares con tripulaciones ansiosas del robo de oro y plata para la corona de Castilla, ya por el camino entablamos conversación con todo tipo de gentes, desde los jornaleros en sus labores de campo así como de ricos mercaderes que se disponían a realizar grandes negocios con la compra y venta de telas y utensilios de todo tipo transportados en grandes carromatos seguidos de criados, lacayos o esclavos estos últimos cargados con grandes fardos, baúles y cajas con las propiedades de sus amos, así transcurrió una apacible jornada de caminata hasta llegar ya de noche a una ciudad animada con mucha gente disfrutando en las muchas tabernas a lo largo del puerto siempre bajo la atenta vigilancia de soldados de guardia.
La fundación de esta ciudad se remonta al año de Nuestro Señor de 1478 concretamente al día 24 de Junio festividad de San Juan, ciudad asentada en las orillas del barranco de Guiniguada donde el capitán de la corona de Castilla D. Juan Rejón inicia la conquista contra los valientes y aguerridos aborígenes, estos, al carecer de los medios para defenderse del ejercito enviado por los Reyes Católicos encuentran refugio en las montañas del pueblo de Galdar situado al noroeste de la isla. Hicieron falta cinco años para someter a sus pobladores en continuos y cruentos combates en los que se perdieron muchas vidas y parte de los misterios de esta raza tan singular, así pues el año de 1483 se incorpora esta isla a la riqueza de España por D. Pedro de Vera, me cuentan de la admiración causada por los conquistadores por este pueblo que prefirió el suicidio antes de ser tratados o vendidos como esclavos.
A pesar de la noche el bullicio en las calles me hace recordar vivencias en tierras andaluzas, la mescolanza de razas distintas en trabajos agotadores que no cesan en su actividad incluso cuando el sol ha dejado paso al reino de las sombras, caminamos distraídos por la calle principal de esta ciudad, Triana, una ancha calle donde al amparo de casas de noble cantería cobijan un floreciente comercio en auge con tiendas donde se puede comprar todo tipo de viandas y utensilios traídos de todos los confines del mundo conocido. Procuramos guiarnos por el alumbrado de candiles de aceite que cuelgan de sus fachadas notando el zumbido de mosquitos y otro tipo de insectos que siembran el suelo y crujen agonizantes al pisarlos con nuestros maltrechos andares, tengo el presentimiento de estar viviendo escenas que ya conozco, no sé como expresarlo pero algo dentro de mi me dice que recuerde un pasado en el que vuelvo a revivir pasadas vivencias atormentando mi cabeza, no quiero recordar o no puedo hacerlo, Dios, necesito de ánimo para seguir mi aprendizaje, el instinto me dice del cuidado por mantenerme cuerdo sin perder la fe en la que he forjado mi vida y mi futuro, me siento cansado, son demasiadas la emociones que agitan mi alma y muchas las dudas por no conocer mi capacidad para entenderlas, me sobresalta mi compañero Serafín al sujetarme del brazo dejándome aún más traspuesto, se queda parado frente a una gran puerta de madera oscura tachonada de filigranas en hierro negro, estamos en una calle transversal un poco alejada del ajetreo de la gente, es mi instinto lo que me mantiene en guardia pendiente del próximo movimiento de mi compañero.
Pedro, me dice con el semblante muy serio, necesito pedirle que confíe plenamente en mi, intento pedirle una explicación pero simplemente me indica con un dedo sobre sus labios mantener silencio, hace un buen rato creo notar que tenemos compañía, me comenta, nos amparamos detrás de una columna donde podemos ver que nadie nos sigue, permaneced aquí al resguardo de miradas y yo os haré una seña para que me acompañéis, noto el latir de mi corazón a mucha velocidad, aspiro el aire del callejón llenando mis pulmones de olores humanos, charcos de orines marcando con surcos la pared donde me refugio, Serafín, a cierta distancia le da unos golpes acompasados en la puerta que vimos hace un rato, pasados unos instantes en los que me siento aterrorizado, mi cabeza no deja de dar vueltas para encontrarle significado a todo lo sucedido, mis sentidos están alerta a cualquier sonido extraño que me saque el miedo del cuerpo.
Una luz espectral amarilla como una mortaja va desfilando lentamente al trasluz de las ventanas del edificio hasta llegar a la puerta en un crujido de llaves y cerrojos que guardan celosamente a sus moradores, apenas se abre en un hilo de luz mortecina que ilumina el callejón para poder ver a mi amigo intercambiar breves y sigilosas palabras con el portador del candil que lo recibe, alza la mano y me indica que le acompañe al interior de la estancia.
Un amplio patio con una fuente en el centro llena mis oídos del campanilleo del agua brotando en un incesante chapoteo, olores a jazmín, rosas y azaleas inundan mis sentidos llenándolos de frescura, unos helechos tan grandes como nunca los había visto cuelgan de cadenas desde el artesonado de madera que circunda el patio con unos balcones tallados de noble madera en el piso superior, nuestro anfitrión me observa detenidamente analizando mi semblante extasiado y sin mediar palabra me abraza como si me conociera tiempo atrás, no dejo de asombrarme en estos momentos por el miedo que he pasado hace un instante y la sorpresa al ser recibido de una forma tan amigable.
Serafín contempla la escena satisfecho y me presenta a nuestro benefactor, Pedro él es D. Francisco Antúnez, un noble anciano, gran amigo y sabio entre sabios, anda Serafín no aburras mas a tu amigo con tanta palabrería, tenéis que reponer fuerzas, asearos y cenar de nuestros humildes manjares, mañana será otro día para poneros al corriente de cómo andan las cosas pero primero sentiros como en vuestra casa, estáis entre amigos, tenemos mucho de qué hablar pero no será esta noche. Interrogo con la mirada a Serafín para que me aclare todo lo sucedido esta noche, confiad en mi Pedro, pronto os será revelado el motivo por el cual nos encontramos en esta casa, mañana tendréis respuestas a todas las dudas que atormentan vuestro animo y podréis decidir sobre vuestro futuro, palabras que dejan un poso de incertidumbre en mi, nunca me han gustado la sorpresas, mi mundo establece unas normas de estabilidad emocional donde no hay cabida para noticias que alteren mis costumbres diarias.
El silencio de la habitación solo se interrumpe por sonidos apenas audibles del crujir de las maderas que cobija, después de un caluroso día es en la noche donde se despiertan los espíritus escondidos para deambular en siseos y ruidos que no se pueden asociar a los humanos mortales, postrado en el camastro paso el tiempo intentando acompasar los latidos de mi corazón hasta ralentizarlo y poder hallar en la paz el preciado sueño que tanto necesito y así poder afrontar un encuentro con mi pasado fruto de la ignorancia de mi niñez y que causara nuevos giros inesperados en la propia historia de mi vida marcando nuevos retos en mi castigado espíritu.