jueves, 30 de agosto de 2012

CAPITULO LI, El olor del miedo.


                                                                     CAPITULO LI
                                                                   El olor del miedo

 

 

            En el horizonte asomaba el sol con todo el despliegue de matices anaranjados a través de finas nubes, el invierno estaba a punto de llegar a estas lejanas tierras, añoraba mi infancia al jugar con la nieve y volvían mis recuerdos al ser tan feliz en mi ignorancia libre de preocupaciones, siempre había tenido la curiosidad por fantasear con un astro que igual iluminaba cualquier hogar del mundo así se tratara de ricos o pobres no habían distinciones para un Dios omnipresente en su infinita gracia, tristemente su iglesia en el mundo era gobernada por hombres sin escrúpulos con sus semejantes.

            Distraído en mis cábalas reparé en que mi estomago necesitaba comer, en el horizonte distinguía una fina columna de humo, señal de que en la distancia se encontraba uno de los asentamientos en los que comerciantes esperaban pacientemente el paso de  las caravanas para pertrechar de bestias de refresco para continuar viaje, lugar de reposo y avituallamiento también parada obligatoria en el pago de impuestos para continuar viaje, destacamentos del ejercito mantenían guardia en celosa vigilancia de fronteras en los confines de la civilización, los mercaderes conscientes del pago por atravesar tierras de herejes y bandidos tenían asumido la merma de sus bolsillos por unas monedas que a cambio ofrecían la protección a los ricos truhanes preocupados de no perder la vida y sus riquezas, había oído que a poca distancia se extendían inmensos mares de arena hasta donde alcanzaba la vista y muchos decían que emprender la marcha significaba casi siempre una vuelta sin retorno buscando una muerte segura.

            Hasta ahora no me había dado cuenta de la necesidad del hombre por encontrar compañía, el viento azota mi cuerpo evitando pensar con claridad, el mismo viento que en zonas costeras españolas era capaz de trastornar la mente de sus habitantes filtrando en sus cabezas el silvido de la locura, camino por estas tierras abandonadas por la mano de Dios en las que tan solo predominan las piedras, la tierra y las montañas sin apenas rastros de vegetación alguna, la visión de la antesala del infierno, no puedo imaginar por mis lecturas antes de emprender el viaje por encontrar una ciudad llamada Samarkanda en la que audaces escritores antiguos situaban el Paraíso Terrenal de las Sagradas Escrituras, a poco de continuar mi camino me llegaron las primeras gotas de lluvia, el aire soplaba amenazador y lo que comenzó como un leve rocío se convirtió en un aluvión de agua. Lágrimas de felicidad que empapaban mis ropas sucias y despejaban mi cabeza, una sensación de que el agua sobre mi cuerpo ahora completamente desnudo me unía a los poderes del cielo, me sentía pletórico de fuerza y agradecido por desprenderme de la suciedad y la tristeza que me abandonaba con hilillos de tierra rojiza desde la cabeza a los pies, lavé con entusiasmo toda mi ropa y cuerpo, la piel al contacto del frescor de la lluvia levantaba pequeñas nubes de vapor evaporando con ello todo rastro de preocupaciones en mi mente, me sentía limpio y tan pronto como empezó la lluvia cesó dando paso a un cielo completamente despejado y azul.

            El asentamiento fronterizo ocupaba una gran extensión de terreno al final de un valle rodeado de murallas naturales de cimas montañosas, el paisaje había cambiado en beneficio de unos prados con vegetación de matorrales espinosos y pequeñas extensiones de campos labrados por campesinos mongoles, un rio descendía caudaloso a poca distancia alimentado por el caudal que descendía en cascadas de las montañas al derretirse la nieve en sus cumbres, cientos de pequeños caballos trotaban nerviosos dentro de corrales de piedra al igual que camellos y burros, un grupo de hombres vigilaban a un gran rebaño de toros lanudos a los que llamaban yaks, ya próximo a estas bestias me doy cuenta de su mansedumbre en comparación con las reses bravas españolas, percibo a mi alrededor las miradas desconfiadas por mi presencia, me da la impresión que contemplo un cuadro inmóvil en el que soy la novedad para estas gentes, tan solo unos niños se atreven a continuar con sus juegos ahora sujetos a las madres que corren a rescatarlos del posible peligro de mi presencia, otras mujeres se dedican afanosamente al cultivo de sus huertos, atados a sus espaldas por una ancha tela quedan sujetos los bebés lactantes como un fardo mientras las mujeres se agachan y se levantan abriendo surcos en el barro de los campos sin dejar de mirarme con curiosidad.

            Un grupo de ancianos permanecen sentados a las puertas de un arco de entrada a una plaza tan grande como una pequeña ciudad, antes de cruzar el umbral de sus puertas inclino mi cabeza hasta la cintura uniendo mis manos al igual que una plegaria tal y como he visto observando a muchas culturas en señal de humildad, hospitalidad y aceptación, las manos son una señal inequívoca de no portar armas a disposición de encomendar mi vida a las leyes de sus habitantes. Al igual que en otros países que he visitado diferentes grupos de gentes que se mantienen distantes según su procedencia, cultura y religión, mis ropajes no difieren mucho del gentío que se afanan en sus trabajos dentro de esta ciudad fortaleza, a gritos intentan vender especias de grandes sacos coloridos, telas de impresionante belleza cubren las entradas de sus tiendas, otros oran a la sombra de portales leyendo libros invisibles de sus manos abiertas acompasando sus canticos con suaves movimientos de cintura, puedo entender palabras sueltas en distintos idiomas dentro de un mar de almas que sobreviven ocultos a miradas extranjeras. Al sur distingo un arco de piedra abierto a un horizonte lejano por donde abandonan los viajeros este punto de abastecimiento, una parada para el viajero que con el tiempo se ha convertido en encuentro de la necesidad humana por conocer los confines del mundo y sus riquezas.

            Me sobresalto al notar un tirón de mi ropa a mi espalda, por la altura y la presión imagino se trate de algún niño con ganas de jugar con alguien nuevo, al girarme efectivamente bajo la mirada y me llevo un buen susto, no se trata de un niño, es un hombre pequeñito con cara deforme y mirada de viejo, un enano de rasgos orientales que me increpa con ademanes de sus bracitos pequeños pero musculosos para que le siga, recobrado del susto por su presencia marcho a cierta distancia del hombrecito distraído observando sus cortas piernitas arqueadas y su decisión al marcar el paso, nos adentramos en una taberna oscura como la boca del lobo, una amplia estancia con una hoguera a modo de cocina de piedra en el centro y grandes esteras en el suelo para sentarse, debéis ser el extranjero mudo que metió en cintura al porquero, sentado en el suelo al fondo de la habitación me habla un hombre de barba cerrada y orondo cuerpo que se sacude entre risotadas al observarme, mientras me acostumbro a la penumbra distingo al menos una docena de hombres armados con espadas y dagas curvas ceñidas de sus fajines, olores extraños invaden mi olfato a restos de comida y a sudores de miedo cuando acecha el peligro por lo desconocido, jamás podré olvidar aquel instante que se me hizo eterno al verme frente a lo que podía interpretarse a un juicio, en la balanza con incierto equilibrio evitaba en mi cabeza traicionarme con movimientos bruscos que pudieran alterar la tensión del momento, mis nudillos blancos por la tensión aferraban con fuerza el báculo en un intento de esforzarme por saber de mi próximo movimiento, a pesar de ir frontalmente en contra de mi fe no estaba dispuesto a sentirme humillado nuevamente por piratas o bandidos.

            Y sin ser consciente de una reacción de mi perturbada mente como un torbellino de agua envenenada oí nuevamente mi voz, en un susurro ronco como el reptar de una serpiente, las palabras brotaron de mi garganta en insultos y frases de burla contra la hombría de los allí presentes, el mundo se paró un instante que se me hizo eterno, el silencio cayó como una pesada lápida preludio a una muerte inminente, el sudor invadía mi cuerpo sorprendido y asustado, mis piernas temblaban y más me aferraba al bastón que mantenía mi cuerpo, sentía palidecer mi rostro y asombrado intentaba pensar como podía hablar después de tantos años con frases insultantes en árabe, el asombro cambió sus rostros tornándose al instante en sonoras carcajadas, en un ademán de autoridad el hombre que parecía el jefe de aquellos bandidos alzó la mano al pequeño hombrecito que raudo apareció con bebidas y vasos, con otro gesto de sus grandes manos me indicó que me acercara a sentarme con ellos. A lo largo de mi vida me había dado cuenta que al igual que los juegos de azar todos disponíamos de la suerte y el ingenio para retar situaciones de astucia, les había desafiado con mi orgullo que no temía a la muerte evitando así un baño de sangre innecesario. Sabía por historias que me habían contado que los animales salvajes presienten la debilidad de su presa tan solo con observarlos, la duda en momentos críticos está la diferencia de ser cazador o presa.

            En compañía de aquellas gentes mi cabeza no cesaba de hacerse preguntas por mi nuevo estado, inconscientemente acariciaba mi garganta mimándola para que no me abandonara nuevamente en mi facultad del habla, la alegría volvía a invadirme después de tantos años de sufrimiento y congoja, el hombre obeso que me daba su hospitalidad dijo llamarse Bashíd, hizo algunas preguntas sobre mi origen y porque me encontraba solo en tierras lejanas, tan solo recuerdo de la precaución en mis mentiras para no ser descubierto en el resto de la conversación, mi voz me sonaba extraña, en ocasiones un ronco estertor de frases que afloraban a mi boca como algo natural mezclando palabras en distintos idiomas para hacerme entender, ahora poseía el don de la palabra y con ello me preguntaba si Dios en su infinita gracia había escuchado mis plegarias o quizás la visita de aquel anciano fuera la razón de tan milagrosa sanación, pronto me dejé ir en mis preocupaciones, Bashíd era de los hombres que les gustaba hablar sin cesar para ser el centro de atención, agradecía la presunción de un personaje charlatán para poder aprender algo nuevo en mi descanso.

            Una nueva etapa de mi vida comenzaba con tan bruscos cambios conocedor de la perdida de los valores que había dejado en el camino, ya no era un fraile jesuita de expresión bondadosa, en mi alma anidaba la fe en Cristo junto a los demonios dormidos de la conciencia humana, la verdad y la mentira pugnaban por encontrar un lugar en mi actual situación, un juego peligroso para apostar por la vida.

                                                                      

             

           

                                                          

           

           

             

                                                          

 

 

           

           

miércoles, 22 de agosto de 2012

CAPITULO L Chamán


           



             

           

           

                                                                        CAPITULO L
                                                                            Chamán




            Los días transcurren en su monotonía habitual, todos esperamos a un nuevo amanecer para evaluar que nos depara el clima y la caprichosa naturaleza, según he oído ya faltan pocas jornadas para llegar a nuestro destino, las ciudades de Khiva y Bukhara en el país de China, allí venderán la remesa de esclavos que todavía tienen fuerzas por vivir, he visto atónito como alimentan a estos desgraciados copiosamente con todos los despojos de las matanzas de los cerdos, a base de grasas intentan engordarlos para conseguir un mejor precio en el principal mercado de tráfico humano, se me encoge el corazón al verles rechazar una comida a la que no están acostumbrados y algunos se revelan vomitando copiosamente blasfemando contra sus opresores, la respuesta no se hace esperar, el látigo y las cadenas consiguen apaciguar los ánimos, intento cerrar los ojos pero no puedo evitar escuchar el chasquido del flagelo contra la carne, poco después  consigo algunas monedas por curar sus cicatrices, no me siento mejor que las aves carroñeras que esperan su festín a merced de la muerte de los vivos, tiempos difíciles en los que la hambruna y la tiranía son manejados por quienes desde sus tronos de oro nos observan para impartir sus leyes.

            Llevo toda una vida huyendo del poder de la Iglesia de Roma, intento con mis plegarias y rezos la unión espiritual de Jesucristo con la conciencia humana, me siento un fracasado en mis vanos intentos, el hombre es una bestia contra sus semejantes, el poder de la oración tan solo sirve para acongojar afligidos corazones cuando sienten en su propia carne el dolor y el sufrimiento para a continuación alzar el brazo y descargar odio a quienes no conocen la violencia gratuita. No puedo olvidar a tantos esclavos de piel color azabache, ojos amarillentos que me preguntan sin palabras en sus aterrorizados ojos unas respuestas que ni yo mismo entiendo, he cursado muchos años de estudio, interminables horas de lectura, visitado pueblos, aldeas, ciudades, he convivido con distintas religiones y credos con sus costumbres paganas pero me doy cuenta que por ser cristiano con un pasado jesuita no me hace mejor ni diferente de quienes he conocido, hoy es un día en el que con mi turbante escondo el rostro por el estupor de lo que vivo, mis lágrimas esconden la profunda pena de sentirme inútil en mis intentos fantasiosos por cambiar el mundo, miro al cielo buscando una respuesta para un Dios que si me ve pueda entender de mi sufrimiento al sentirme tan inútil.

            He tomado una decisión sometido a los caprichos del azar, he tenido la suerte de llegar exhausto pero vivo a una expedición tan peligrosa, atrás quedan los que han muerto al precipitarse con sus bestias de carga por barrancos pedregosos y acantilados de piedras afiladas como cuchillos, oigo a los viajeros que nos encontramos en el Tíbet, un territorio en conflicto con las tribus beligerantes mongolas y con enfrentamientos con sus vecinos al otro lado de la frontera, profesan una religión de la que no había oído hablar antes, siglos atrás su fundador Guru Rinpoché instauró una forma de vida para sus discípulos llamado Budismo Mahayana basado en el conocimiento y la evolución personal, su capital Lhasa permanece a cubierto por las más altas montañas que jamás había visto, en sus cumbres permanece inerte  la nieve azotada por el viento de las cumbres levantando blancas cortinas, afortunadamente no hemos sido atacados por los muchos bandidos que acechan los caminos por ello haré un alto en mi camino para cuando mi ánimo y mi espíritu se encuentren en armonía con mi Dios o quizás cuando encuentre una señal no tan lejos de la ciudad de Chang’an, destino final de tantos viajeros que emprendimos esta tortuosa ruta de la seda.

Me he despedido de la forma acostumbrada en estos parajes tan desolados, tomando en mis manos las de los que hasta ahora compartieron conmigo su vida y miserias transmitiendo el afecto del contacto de las manos, deseando que encuentren la paz en sus corazones y la sabiduría que concede la experiencia para poder disfrutar de unos bienes terrenales sin guerras ni rencores por quienes no comparten las mismas ideas, siento en mi corazón la desazón por mi futuro, pienso quizás iluso de mi que todo en esta vida tiene un significado y mi búsqueda por el misterio del objeto que siempre me acompaña tiene un próximo desenlace a mi angustia, presiento en el latir agitado de mi pecho que tomo la decisión correcta, que Dios cuide mis pasos.

            El perro que hasta ahora me había dado su cariño y fidelidad no ha vacilado en continuar con la caravana de viajeros, bien sabe el pobre animal que vale más una barriga llena con los pocos despojos que pueda conseguir que el cariño vacío de palabras sin consuelo para subsistir en mi compañía, me pregunto en mi estado de tristeza en que me diferencio de un perro, vagabundo errante por el mundo en busca de una quimera que quizás nunca llegue a conocer y sin querer recuerdo una frase que me alguien me dijo en una ocasión sin poder olvidarla “el secreto del éxito estriba en la constancia del propósito”, vuelve una sonrisa a mi rostro por la fama que me gané siendo niño de terco y curioso, mientras recojo mis pocos enseres para continuar mi camino vuelve mi sonrisa, alzo la mirada al cielo recordando cuando le preguntaba a mi madre por las personas que se morían, a lo que ella con infinita paciencia me señalaba el cielo para decirme que me veían sentados en la corte celestial, ahora contemplo extasiado las inmensas montañas con la esperanza infantil de encontrarme con la mirada complaciente de tantos seres queridos que abandonaron esta tierra de dolor y angustia.

            El aire acaricia mi rostro trayendo la esencia de la tierra húmeda sin conseguir despejar el agudo dolor de cabeza que me aqueja desde hace varios días, me siento agotado al intentar mantenerme alerta en un país extraño empapándome de sus paisajes,  temo a la oscuridad cuando me veo tan cansado y dolorido, distraído siento en mi cuerpo el incesante golpear del bastón que me sirve de apoyo mientras doy pasos inciertos entre piedras, no muy lejos apartado del camino unas rocas serán mi refugio antes de que me alcance la oscuridad de la noche. He descubierto mi cabeza del turbante buscando el alivio del aire frío, sentado en el pedregoso suelo noto como mis pulmones agitan mi pecho viéndolo todo entre realidad y sueño agónico, desconozco cuanto tiempo permanecí tumbado en el suelo hasta que noté la presencia de un campesino a pocos pasos sentado de cuclillas frente a mí, un pequeño anciano de edad indefinida, cabeza rasurada y rostro surcado por las huellas de la inclemencia del rigor climático, una túnica de colores rojizos gastada por el tiempo cubría su cuerpo dejando un hombro al descubierto, sin apenas hacer ruido se acercó a mi extendiendo sus dedos para palpar la cicatriz en forma de pez que marca mi sien desde aquel fatídico día en que me alcanzó un rayo siendo un niño.

            Hay algo en este anciano que me transmite confianza, no dudo de lo que percibo de las personas cuando las contemplo quizás tan solo se trate de algo que con el tiempo me ayuda a percibir los peligros del entorno hostil al que estoy acostumbrado, sus movimientos son apenas perceptibles, mientras habla con una voz monótona y cadenciosa apenas audible en un susurro extrae de una bolsita que lleva en su cintura unas hojas que dobla entre sus manos callosas, las aplasta hasta conseguir una pequeña bola y con suaves gestos acompañado de una sonrisa me indica que las mastique. Al poco tiempo noto que mi cabeza se despeja en una nube de vapores, ha desaparecido el agudo dolor de cabeza que me atormentaba, me habla incesantemente con una letanía, sobre sus finos labios un bigotito que se asemeja a una fila de hormigas deshilachadas en finos pelos de su barbilla, apenas le distingo los ojos, pequeños y rasgados de mirada penetrante sin atisbo con ello de retarme, es más bien una tensa espera de conseguir una respuesta por mi parte que con señas le doy a entender mi carencia del habla, noto como los jugos producto de las hojas que me ha dado consiguen adormecer mis sentidos aportando a mi cansado cuerpo de una energía que a la vez me mantiene sereno y tranquilo, quizás se trate de un chamán de estas extrañas tierras con los poderes antiguos que tan solo otorga Dios por medio de la sanación de las plantas. Mis recuerdos son borrosos y aún mi mente intenta discernir si fue una de las pesadillas que atormentan mi mente en la duda de mi locura, lo último que recuerdo con inquietud fue que él misterioso anciano tomó en sus manos el báculo que siempre me acompañaba y sin dejar de recitar lo que quizás se tratara de alguna invocación o rezo de su ancestral lengua marcó en el suelo frente a mí un dibujo sencillo, algo que por lo simple de su trazo transmitía el misterio y la sabiduría de la creación del mundo de la cristiandad, dos líneas curvas cruzadas con forma de pez, mi cuerpo se estremeció por el respeto y el miedo, no cabía duda de que su significado religioso no era casual.

            Los sueños me acompañaron sin la inquietud a la que estaba acostumbrado, me sentía relajado al cobijo del viento en mi refugio, fue una noche muy larga, recuerdo verme corriendo con una pesada carga sobre mi espalda, no se trataba de una huida quizás fuera la persecución de algo que no llegaba hasta mí, la sensación en mi cuerpo era desesperante cuanto más corría más lejos me encontraba de mi destino. Cuando desperté me sentía fortalecido de una energía ya olvidada, feliz y tranquilo, busqué al anciano para agradecer su bondad pero el aire frío al amanecer me hizo volver mis pasos en la duda por sentirme nuevamente solo, recogí a tientas mi bolsa de escritura nervioso por alcanzar el báculo con la joya escondida en su interior, recordaba el sueño y con un escalofrío supe que la carga sobre mi espalda era su misterio, siempre he procurado establecer un orden en mis acciones, todo tiene una pregunta y por consiguiente una respuesta pero el significado del objeto que portaba desde mi infancia conseguía llenarme de esperanza y por consiguiente del temor por su vínculo en el transcurrir de un viaje que se me hacía interminable.

            Busqué en la tierra el símbolo del pez sin encontrarlo, el anciano quizás tan solo fue un espejismo de mi mente, en momentos de miedo y sin encontrar una razón lógica para ello, el instinto me obligaba a cubrirme nuevamente la cabeza con el turbante dejando apenas visible lo suficiente para poder ver, una capa cubría mis hombros con la esperanza que si algún espíritu rondaba en aquel lugar no me encontraría escondido bajo mis ropas, me había apartado de Dios, rezaba mentalmente suplicándole  para que me perdonara, la campanilla del bastón tintineaba mientras caminaba alerta para quien se cruzara en mi camino supiera del peligro de encontrarse con un loco.

jueves, 2 de agosto de 2012

CAPITULO XLIX, Mierda y Manteca.


 

                                                                      CAPITULO XLIX
                                                                     Mierda y Manteca





            Emprendí el viaje sin dificultades, acepté de buen grado el quedar relegado al final de una larga caravana que se perdía en el horizonte con cientos de camellos y animales de carga, nos llamaban los miserables, carentes de dinero y objetos de valor íbamos a la cola de la expedición, la parte expuesta a los ataques de cualquier perseguidor tanto por bandidos ávidos del robo como de los animales devoradores de hombres que acechaban en las grandes extensiones de terreno que se perdían en el horizonte. Aquí también existían las clases sociales no escritas en las que por intuición había que respetar bajo castigos severos de quienes vigilaban el orden y la disciplina, la ley era impartida bajo la ley del islam con penas sobre los delitos que iban desde la amputación de las manos por hurto hasta terribles torturas por otros vicios catalogados en su libro sagrado El Corán.

            Junto a mí viajaban familias enteras con sus pocos enseres, cargando a hombros enormes fardos testigos de la pobreza de sus vidas pasadas, inválidos, enfermos, ciegos y desamparados de Dios arrastrábamos nuestra penuria asfixiados por el polvo del camino detrás de nubes de tierra que levantaban nuestros antecesores, me llamaba la atención las peleas de quienes viajaban a mi lado por disputarse los enormes montones de heces calientes que dejaban al paso camellos y bestias, cargados con grandes cestos hechos de palma que llevaban a sus espaldas cargando el peso de cuanto excrementos pudieran para cuando llegada la noche negociar con tanta mierda, aquí nada se desperdiciaba, secada al ardiente sol durante los pocos descansos servía de combustible en las hogueras dada la poca vegetación para hacer fuego y cocinar, solía compartir buenos ratos descansando oyendo alegres historias de anteriores expediciones saboreando los intensos aromas del té, no se trataba tan solo de beber, para algunas culturas consiste en una ceremonia para estrechar lazos de amistad y cortesía. 

          Cuando vives en la miseria algo en el ser humano hace que casi todo se pueda compartir, mi misión era de intentar curar heridas y aplicar remedios a todos aquellos que lo necesitaran, podía entender su lengua y agradecían mi silencio con el respeto de mi fuerza y corpulencia, poco a poco me fui ganando la confianza de quienes me miraban con suspicacia al desconocer de mis orígenes, bien podía pasar por un árabe por mi indumentaria y mi color de piel que cada vez era más oscura. Así conseguía exiguos alimentos con los que poder aguantar las grandes distancias a los que nos veíamos sometidos, atrás quedaban muchos días cadáveres secos como pellejos de quienes no estaban preparados para el viaje, nadie miraba a los caídos por miedo a contagiarse de cualquier enfermedad desconocida, no hay tiempo para cavar tumbas, en mi mente rezo por sus almas para que puedan conseguir la paz eterna, aquí la convivencia está basada en las costumbres de cada etnia y cultura, el respeto por las diferentes religiones y las diferentes practicas de cada doctrina, los hay fieles a Cristo y a Mahoma, los primeros comen cerdo y los segundos lo consideran un pecado contra su profeta.

 Durante años he procurado evitar comer carne de cualquier animal, las pocas veces que he conseguido tragarla a sido con tal asco que mi estomago no ha podido resistirlo, en mi cabeza existe un rechazo por ver como las moscas verdes engordan zumbando alrededor de los excrementos para volar en enjambres raudas a terminar su festín en la carne de animales sacrificados para saciar el hambre de los hombres, desconozco si mi proceder es el adecuado pero aún me mantengo con fuerza para evitar una tentación que crea malestar en mi cuerpo. A veces me distraigo mirando los pequeños ojillos de una piara de cerdos que perezosos y gruñones caminan a pocos pasos por delante de mí, comen absolutamente de todo, cualquier desperdicio es motivo del resoplar de sus hocicos levantando pequeñas nubes de tierra al olisquear mientras trotan con sus orondos cuerpos, el que los cuida no me ha quitado ojo durante varios días, es un hombretón al que llaman Manteca, mucho me hace pensar de sus malas intenciones, al observarlo a distancia he visto como abusa de su enorme estatura y corpulencia para conseguir cualquier cosa que se le antoje, me llama la atención su enorme barriga ceñida por un ancho cinturón parecido a la cincha de cuero que sujeta la silla de montar a un caballo.

   Sucedió un hecho del cual me siento avergonzado, meses después de abandonar Jerusalén habíamos dejado fronteras y avanzábamos penosamente por poblados que poco se distinguían del propio paisaje, casas diseminadas hechas de la propia tierra en ladrillos hechos de bosta mezclada con paja y tierra, calientes en el frío invierno y aislante natural de los rigores del sol y los vientos cálidos del verano, Manteca, el porquero cada vez se sentía más osado y ufano en sus brutalidades con el resto de viajeros, al tratarse de un comerciante de origen castellano no estaba sujeto a la justicia musulmana por ello y al ser proveedor de la carne que se consumía por los ricos mercaderes genoveses y flamencos gozaba del beneplácito para sus fechorías. Una tarde oí las carcajadas con las que se mofaban sobe sus cabalgaduras unos viejos judíos ladinos, Manteca había propinado una fuerte patada a un desgraciado perro que se le cruzó en su camino, el can fue a refugiarse entre mis piernas con el rabo encogido gimiendo por su desgracia, recuerdo su mirada lastimera pidiendo socorro con sus quejidos.

  Sin prestar atención a la juerga que se había formado gracias a la brutalidad del porquero me agaché para sujetar al pobre perro bajo mi brazo, de rodillas distraído intentando consolar al animal descuidé mi retaguardia por un instante, de lo que resulté sorprendido por una fuerte patada que me hizo rodar por el suelo, en una reacción inconsciente solté al perro y alcancé en su extremo al báculo que siempre me acompañaba, todo sucedió muy rápido, ya había un público expectante para distraerse de la monotonía y el aburrimiento, el suelo vibraba con la embestida en su loca carrera y emprendida por Manteca, entre resoplidos y escupitajos de rabia corría a mi espalda para rematarme con su embestida, extendí mi brazo sujetando con fuerza el largo bastón haciéndolo girar en un silbido que cortó el aire por un instante para estrellarse estrepitosamente en su frente, la larga vara vibró con la violencia del golpe  haciendo un ruido seco al romper piel y huesos, el silencio cayó de repente entre el numeroso público que se apuraban para no perder detalle, recordé en Sevilla un festival taurino cuando el toro ensartado por la espada cayó estrepitosamente contra la arena muerto antes de caer con toda su furia y masa muscular, afortunadamente el pobre bruto tan solo quedó inconsciente durante toda la noche, tuvieron que traer un pequeño burro para poder arrastrar su cuerpo inerte hasta el refugio donde acampaba. Curiosamente gané un paciente al que poder atender a pesar del pánico que le producía cada vez que me acercaba y a la vez como una sombra la fidelidad del perro que no se separaría de mí ni un instante, a partir de aquel día ya no viajaba al final de la caravana, muchos de los que fueron víctimas de las salvajadas de Manteca  me daban muestras de admiración por un acto tan audaz y temerario, la paz volvía al rebaño y yo volvía a sonreír después de tanto tiempo pidiéndole perdón a Dios en mis oraciones mentales sin demasiada devoción.

Hoy vuelvo a recordar a mi hermano que eligió el fácil camino de la guerra y la violencia como un vulgar mercenario de las huestes del rey, quizás me planteo la posibilidad de lo heroico de su voluntad por defender los derechos de sangre en pos de la libertad a cambio de su propia vida, quizás el necio y ciego he sido yo, ya he comprobado que mi sangre hierve ante la agresión injustificada, Dios también tiene una vara de medir los errores y sus castigos no tienen piedad como espadas flageladoras con las que sus ángeles nos vigilan en nuestras acciones.

Ya no llevo la cuenta de tantos países recorridos, incluso he dejado de escribir en los otros relatos que procuro reflejar de tantas maravillas vistas hasta ahora, dedico la mayor parte del tiempo a no desfallecer por el agotamiento de tan fatigoso viaje, la soledad me hace desvariar de la realidad en todo lo que contemplo, mis ojos cansados ya no son tan agudos como eran, siento los años castigar mis huesos cuando pasamos del calor de los desiertos a las cumbres de las montañas con sus rachas de viento gélido, cordilleras de montañas tan majestuosas en su grandeza como en la propia creación de Nuestro Señor Jesucristo, pienso en la inmensidad de las distancias en estas tierras paganas donde según las condiciones de la naturaleza hacen que los hombres empleen todo su ingenio y astucia para encontrar alimento y refugio, atrás quedó aquel día en el que me ofrecieron por una cantidad considerable de oro la posibilidad de recorrer la misma ruta a bordo de un navío, recuerdo que la sangre abandonó mi rostro con un espasmo de mareo tan solo al recordar pasadas experiencias en el mar.

En todos los países que he visitado se rinde un culto especial al agua, para ellos un bien escaso portador de vida, las lluvias escasean en estas tierras pero existen periodos de tormentas que también consiguen la desgracia con inundaciones inesperadas, fiel a mis costumbres pasadas acostumbraba en aprovechar cualquier charca para procurarme el aseo personal, una acción que no siempre fue bien vista con buenos ojos por el resto de viajeros, las bestias de carga y el ganado siempre tenían prioridad en ser los primeros en calmar la sed de las charcas por donde acampáramos, para los nómadas de estas tierras cabras, vacas, camellos y ovejas son su mayor tesoro y es frecuente en sus saludos preguntar por la familia y por la salud de sus rebaños de animales.

En un viaje tan largo he tenido que abrir mi mente a tantas experiencias desconocidas para mí, ahora me doy cuenta de la ignorancia cuando en mi juventud creía saber afrontar muchas situaciones comprometidas sin saber de sus consecuencias, recuerdo en una ocasión preguntarle a uno de mis maestros el porqué los Papas eran elegidos tan longevos, cuando sus vidas ya veían el ocaso de los días y sus cuerpos carecían de la fuerza para impartir sus dogmas de fe a lo que me contestaron, para poder entender de tantos misterios de Dios y de los hombres harían falta muchas muertes y muchas vidas del hombre ya que la experiencia de los errores nace el fruto de la corrección para entenderlas. Puedo entender la esencia de la sabiduría en la experiencia pero también me planteo si las correcciones de los supuestos errores son la herencia de malos planteamientos anteriores, la mentira y el engaño puede resultar una herencia de generación en generación sin que nadie se atreva a discutir sobre su legitimidad, afortunadamente me siento libre de poder opinar mis dudas sin ofender a nadie tan solo intensificar mi natural curiosidad por seguir aprendiendo.