CAPITULO LI
El
olor del miedo
En el horizonte asomaba el sol con
todo el despliegue de matices anaranjados a través de finas nubes, el invierno
estaba a punto de llegar a estas lejanas tierras, añoraba mi infancia al jugar
con la nieve y volvían mis recuerdos al ser tan feliz en mi ignorancia libre de
preocupaciones, siempre había tenido la curiosidad por fantasear con un astro
que igual iluminaba cualquier hogar del mundo así se tratara de ricos o pobres
no habían distinciones para un Dios omnipresente en su infinita gracia,
tristemente su iglesia en el mundo era gobernada por hombres sin escrúpulos con
sus semejantes.
Distraído en mis cábalas reparé en
que mi estomago necesitaba comer, en el horizonte distinguía una fina columna
de humo, señal de que en la distancia se encontraba uno de los asentamientos en
los que comerciantes esperaban pacientemente el paso de las caravanas para pertrechar de bestias de
refresco para continuar viaje, lugar de reposo y avituallamiento también parada
obligatoria en el pago de impuestos para continuar viaje, destacamentos del
ejercito mantenían guardia en celosa vigilancia de fronteras en los confines de
la civilización, los mercaderes conscientes del pago por atravesar tierras de
herejes y bandidos tenían asumido la merma de sus bolsillos por unas monedas
que a cambio ofrecían la protección a los ricos truhanes preocupados de no
perder la vida y sus riquezas, había oído que a poca distancia se extendían
inmensos mares de arena hasta donde alcanzaba la vista y muchos decían que
emprender la marcha significaba casi siempre una vuelta sin retorno buscando
una muerte segura.
Hasta ahora no me había dado cuenta
de la necesidad del hombre por encontrar compañía, el viento azota mi cuerpo
evitando pensar con claridad, el mismo viento que en zonas costeras españolas
era capaz de trastornar la mente de sus habitantes filtrando en sus cabezas el
silvido de la locura, camino por estas tierras abandonadas por la mano de Dios
en las que tan solo predominan las piedras, la tierra y las montañas sin apenas
rastros de vegetación alguna, la visión de la antesala del infierno, no puedo
imaginar por mis lecturas antes de emprender el viaje por encontrar una ciudad
llamada Samarkanda en la que audaces escritores antiguos situaban el Paraíso
Terrenal de las Sagradas Escrituras, a poco de continuar mi camino me llegaron
las primeras gotas de lluvia, el aire soplaba amenazador y lo que comenzó como
un leve rocío se convirtió en un aluvión de agua. Lágrimas de felicidad que
empapaban mis ropas sucias y despejaban mi cabeza, una sensación de que el agua
sobre mi cuerpo ahora completamente desnudo me unía a los poderes del cielo, me
sentía pletórico de fuerza y agradecido por desprenderme de la suciedad y la
tristeza que me abandonaba con hilillos de tierra rojiza desde la cabeza a los
pies, lavé con entusiasmo toda mi ropa y cuerpo, la piel al contacto del
frescor de la lluvia levantaba pequeñas nubes de vapor evaporando con ello todo
rastro de preocupaciones en mi mente, me sentía limpio y tan pronto como empezó
la lluvia cesó dando paso a un cielo completamente despejado y azul.
El asentamiento fronterizo ocupaba
una gran extensión de terreno al final de un valle rodeado de murallas
naturales de cimas montañosas, el paisaje había cambiado en beneficio de unos
prados con vegetación de matorrales espinosos y pequeñas extensiones de campos
labrados por campesinos mongoles, un rio descendía caudaloso a poca distancia
alimentado por el caudal que descendía en cascadas de las montañas al
derretirse la nieve en sus cumbres, cientos de pequeños caballos trotaban
nerviosos dentro de corrales de piedra al igual que camellos y burros, un grupo
de hombres vigilaban a un gran rebaño de toros lanudos a los que llamaban yaks,
ya próximo a estas bestias me doy cuenta de su mansedumbre en comparación con
las reses bravas españolas, percibo a mi alrededor las miradas desconfiadas por
mi presencia, me da la impresión que contemplo un cuadro inmóvil en el que soy
la novedad para estas gentes, tan solo unos niños se atreven a continuar con
sus juegos ahora sujetos a las madres que corren a rescatarlos del posible
peligro de mi presencia, otras mujeres se dedican afanosamente al cultivo de
sus huertos, atados a sus espaldas por una ancha tela quedan sujetos los bebés
lactantes como un fardo mientras las mujeres se agachan y se levantan abriendo
surcos en el barro de los campos sin dejar de mirarme con curiosidad.
Un grupo de ancianos permanecen
sentados a las puertas de un arco de entrada a una plaza tan grande como una
pequeña ciudad, antes de cruzar el umbral de sus puertas inclino mi cabeza
hasta la cintura uniendo mis manos al igual que una plegaria tal y como he
visto observando a muchas culturas en señal de humildad, hospitalidad y
aceptación, las manos son una señal inequívoca de no portar armas a disposición
de encomendar mi vida a las leyes de sus habitantes. Al igual que en otros países
que he visitado diferentes grupos de gentes que se mantienen distantes según su
procedencia, cultura y religión, mis ropajes no difieren mucho del gentío que
se afanan en sus trabajos dentro de esta ciudad fortaleza, a gritos intentan
vender especias de grandes sacos coloridos, telas de impresionante belleza
cubren las entradas de sus tiendas, otros oran a la sombra de portales leyendo
libros invisibles de sus manos abiertas acompasando sus canticos con suaves
movimientos de cintura, puedo entender palabras sueltas en distintos idiomas
dentro de un mar de almas que sobreviven ocultos a miradas extranjeras. Al sur
distingo un arco de piedra abierto a un horizonte lejano por donde abandonan
los viajeros este punto de abastecimiento, una parada para el viajero que con
el tiempo se ha convertido en encuentro de la necesidad humana por conocer los
confines del mundo y sus riquezas.
Me sobresalto al notar un tirón de
mi ropa a mi espalda, por la altura y la presión imagino se trate de algún niño
con ganas de jugar con alguien nuevo, al girarme efectivamente bajo la mirada y
me llevo un buen susto, no se trata de un niño, es un hombre pequeñito con cara
deforme y mirada de viejo, un enano de rasgos orientales que me increpa con
ademanes de sus bracitos pequeños pero musculosos para que le siga, recobrado
del susto por su presencia marcho a cierta distancia del hombrecito distraído
observando sus cortas piernitas arqueadas y su decisión al marcar el paso, nos
adentramos en una taberna oscura como la boca del lobo, una amplia estancia con
una hoguera a modo de cocina de piedra en el centro y grandes esteras en el
suelo para sentarse, debéis ser el extranjero mudo que metió en cintura al
porquero, sentado en el suelo al fondo de la habitación me habla un hombre de
barba cerrada y orondo cuerpo que se sacude entre risotadas al observarme,
mientras me acostumbro a la penumbra distingo al menos una docena de hombres
armados con espadas y dagas curvas ceñidas de sus fajines, olores extraños
invaden mi olfato a restos de comida y a sudores de miedo cuando acecha el
peligro por lo desconocido, jamás podré olvidar aquel instante que se me hizo
eterno al verme frente a lo que podía interpretarse a un juicio, en la balanza
con incierto equilibrio evitaba en mi cabeza traicionarme con movimientos
bruscos que pudieran alterar la tensión del momento, mis nudillos blancos por
la tensión aferraban con fuerza el báculo en un intento de esforzarme por saber
de mi próximo movimiento, a pesar de ir frontalmente en contra de mi fe no
estaba dispuesto a sentirme humillado nuevamente por piratas o bandidos.
Y sin ser consciente de una reacción
de mi perturbada mente como un torbellino de agua envenenada oí nuevamente mi
voz, en un susurro ronco como el reptar de una serpiente, las palabras brotaron
de mi garganta en insultos y frases de burla contra la hombría de los allí
presentes, el mundo se paró un instante que se me hizo eterno, el silencio cayó
como una pesada lápida preludio a una muerte inminente, el sudor invadía mi
cuerpo sorprendido y asustado, mis piernas temblaban y más me aferraba al bastón
que mantenía mi cuerpo, sentía palidecer mi rostro y asombrado intentaba pensar
como podía hablar después de tantos años con frases insultantes en árabe, el asombro
cambió sus rostros tornándose al instante en sonoras carcajadas, en un ademán
de autoridad el hombre que parecía el jefe de aquellos bandidos alzó la mano al
pequeño hombrecito que raudo apareció con bebidas y vasos, con otro gesto de
sus grandes manos me indicó que me acercara a sentarme con ellos. A lo largo de
mi vida me había dado cuenta que al igual que los juegos de azar todos disponíamos
de la suerte y el ingenio para retar situaciones de astucia, les había
desafiado con mi orgullo que no temía a la muerte evitando así un baño de
sangre innecesario. Sabía por historias que me habían contado que los animales
salvajes presienten la debilidad de su presa tan solo con observarlos, la duda
en momentos críticos está la diferencia de ser cazador o presa.
En compañía de aquellas gentes mi
cabeza no cesaba de hacerse preguntas por mi nuevo estado, inconscientemente
acariciaba mi garganta mimándola para que no me abandonara nuevamente en mi
facultad del habla, la alegría volvía a invadirme después de tantos años de
sufrimiento y congoja, el hombre obeso que me daba su hospitalidad dijo
llamarse Bashíd, hizo algunas preguntas sobre mi origen y porque me encontraba
solo en tierras lejanas, tan solo recuerdo de la precaución en mis mentiras
para no ser descubierto en el resto de la conversación, mi voz me sonaba
extraña, en ocasiones un ronco estertor de frases que afloraban a mi boca como
algo natural mezclando palabras en distintos idiomas para hacerme entender,
ahora poseía el don de la palabra y con ello me preguntaba si Dios en su
infinita gracia había escuchado mis plegarias o quizás la visita de aquel
anciano fuera la razón de tan milagrosa sanación, pronto me dejé ir en mis
preocupaciones, Bashíd era de los hombres que les gustaba hablar sin cesar para
ser el centro de atención, agradecía la presunción de un personaje charlatán
para poder aprender algo nuevo en mi descanso.
Una nueva etapa de mi vida comenzaba
con tan bruscos cambios conocedor de la perdida de los valores que había dejado
en el camino, ya no era un fraile jesuita de expresión bondadosa, en mi alma
anidaba la fe en Cristo junto a los demonios dormidos de la conciencia humana,
la verdad y la mentira pugnaban por encontrar un lugar en mi actual situación,
un juego peligroso para apostar por la vida.