viernes, 16 de septiembre de 2011

CAPITULO XXX, Hospital de San Martín.

                                        CAPITULO XXX

                                   Hospital de San Martín











Una mañana emprendí camino a través de la calle principal de Triana camino a las obras en construcción de la catedral de Santa Ana para después continuar calle arriba hacia el Hospital de San Martín donde se atendía a los enfermos y necesitados de la ciudad, una carreta tirada por una mula pasaba a mi lado transportando a los enfermos que a él acudían a diario, por el camino observo a los que me salen al paso y por sus vestimentas y aspecto deduzco de sus oficios, hay un sector social que se distingue del resto y es el de carniceros, matarifes, verdugos y embalsamadores, se les distingue por llevar el cabello muy corto, ello define su profesión impura al estar en contacto con sangre y con cadáveres.

Por el contrario los marineros más veteranos dejan crecer cuanto más mejor el cabello, muchos de ellos se dedican a este oficio por necesidad llegados de tierras adentro donde ni siquiera han conocido nunca el mar, al no saber nadar y en el caso de caer de las embarcaciones el pelo normalmente queda flotando al hundirse el cuerpo por lo que sus compañeros al percatarse tiran de ellos para salvarlos, es curioso que en algunas acciones arriesgadas de la vida cotidiana se suele decir “te salvaste por los pelos”.

El calor aplasta mi ánimo, llevo muchos días sin caminar las agotadoras jornadas a las que estaba acostumbrado, aprovecho para sentarme en un muro de piedra próximo a las obras de la catedral y al rato algo me llama poderosamente la atención por simple que parezca. En el barco que nos trajo a esta isla de Gran Canaria escuché con atención las vivencias de un hombre inclinado de espalda con un parche en el ojo, éste lo perdió por culpa de su oficio, tallador de piedra. Sólo fue un instante en el intercambio de saludo con apretón de mano con otro hombre, había visto antes ese saludo en la casa de D. Francisco, me llamó la atención por lo peculiar del saludo, también eran masones o iluminados y se identificaban con un saludo fugaz pero perceptible a un observador paciente.

De una calle adyacente veo una calesa tirada de un blanco caballo con porte orgulloso, a las riendas un elegante lacayo de fina librea negra sentado en el pescante al que solo distingo por su sombrero de tres picos que corona su blanca peluca muy al estilo de la nobleza, el carruaje de finas tallas se adorna con filigranas de oro con reflejos que deslumbran en esta placida mañana, siento la pereza de la caminata pero recuerdo que, en la botica me espera Facundito que es como se le conoce cariñosamente al herbolario que dispensa todo tipo de hiervas medicinales, cremas, afeites, aceites balsámicos y todo tipo de remedios para curar los males del cuerpo, en su trastienda también atiende en la venta de preparados que según él valen para los males de amores y para espantar malos espíritus, curioso mundo este en el que los incautos con unas monedas venden su conciencia para fines no siempre lícitos. Facundito es muy conocido por todos, D. Francisco le ha dado instrucciones para que me acompañe hasta el hospital y haga las presentaciones oportunas a quien se encarga de la administración de las tareas.

Vamos llegando calle arriba ya muy cerca de la entrada, nos sorprende ver la calesa que vi hace un rato esperar junto al lacayo en sus puertas, sin duda se trata de una visita muy especial, una escolta de soldados se mantienen firmes a la espera de tan importante acontecimiento. Le pregunto por señas a Facundito si sabe lo que sucede, éste me mira de soslayo, vuelve a mirar al frente y si dejar de masticar escupe sonoramente un liquido viscoso y negro como el carbón, mastica una bola de hoja de tabaco que ennegrece su dientes y le da un aliento apestoso, sin duda se trata del benefactor del hospital, me dice sin parar de masticar, continuamos caminando y pienso en el parecido con una cabra, incluso por su peculiar olor.

Somos recibidos por una anciana que nos invita a sentarnos en un banco a la entrada, una pequeña habitación con paredes que un día fueron blancas, en ellas quedan huellas de las fatigas de sus anteriores visitas, una ventana estrecha con barrotes de madera y un cuadro de la Virgen del Carmen, hace un rato a pasado Facundito a otra sala contigua donde me imagino hace un preámbulo a mi presentación, mientras me entretengo viendo las moscas zumbando con su peculiar aleteo dando vueltas alrededor de la habitación e incordiando al posarse sobre mi cara. Una voz de mujer me llama la atención y me saca de mi trance de espera, agudizo mi oído para escuchar con mayor detalle. Como se os ocurre Facundito traer un ¡¡fraile tarado!! increpa la mujer, sólo es mudo y no carece de otras grandes virtudes contesta Facundito con una voz temblorosa, eres un inútil y un pobre desgraciado, contesta la mujer, anda trae a ese frailecito mudo, espero no sea tan imbécil como tú. Confieso de mi temor al cruzar el umbral de la habitación contigua, Facundito con la cabeza gacha no para de retorcer un sombrero que hasta hace un momento lucía con gallardía sobre su pelada y blanca cabeza.

A diferencia de la antesala, éste es un espacio amplio y en penumbra sólo iluminado por unas velas que danzan en su llama penitente el ambiente cargado de tensión en la que nos encontramos, al fondo de la sala y a cierta distancia una mesa de oscura madera negra atestada de pliegos y manuscritos, libros ajados con olor a humedad y un crucifijo grande de oro hace guiños con su brillo al reflejo de la poca luz que lo ilumina, detrás de la mesa solo distingo una figura de oscuros ropajes, una monja, una cara delgada, pálida y ojerosa donde solo distingo una mirada penetrante a la que solo veo un instante por el temor que me produce, frente a la mesa dos sillas ornadas con tallas doradas y tapizadas de terciopelo rojo, un hombrecito canijo mueve sin parar un blanco pañuelo de encaje que ha sacado graciosamente de la manga de su levita, percibo un aire un poco afeminado en sus gestos y noto su mirada recorrerme de arriba abajo sin ningún tipo de pudor ni respeto a la vez que concluye tapándose la nariz en un gesto de repulsión por mi persona, Facundito sin levantar la cabeza me presenta como un voluntario para aliviar el peso de tantos enfermos del hospital San Martín en el que nos encontramos, me sobresalta la voz de la monja que se identifica como la Madre Begoña, de la orden de las Clarisas y encargada de todo lo concerniente al buen funcionamiento del hospital, a su lado, el sobrino del arzobispo de la Diócesis Canariense D. Graciliano de la Vega y Tres Campos, benefactor de la institución y quien aporta el capital necesario para el mantenimiento de las instalaciones con amplios dispendios económicos de su propio peculio.

La madre Begoña entrelaza sus dedos sobre la mesa con la siguiente frase, posiblemente no seréis tan tonto como vuestro acompañante, me dice, iréis a cuidar de los deficientes mentales en el ala oeste, quizás descubramos algo que sirva en vuestro piadóso corazón de fraile, de momento les pido que abandonéis esta habitación, el olor que desprendéis no es grato, tengo que continuar despachando asuntos prioritarios con D. Graciliano, éste levanta con gracia su mano y sacude su pañuelo como despedida.

Por cierto, nos interrumpe poco antes de salir con premura, Facundito, prepare una infusión para mi huésped, ¿seréis capaz de hacerlo?...el sombrero de facundito sólo es un guiñapo de tela retorcido a causa de los nervios y el sudor que transmite su cuerpo, al salir le indico donde está la cocina y que me espere, al rato le traigo una taza de infusión a la que sorprendido me mira, le indico que se la lleve a D. Graciliano.

Salimos lo más rápido que podemos de la entrevista para intentar ver nuevamente el sol de la calle, Facundito, empieza a recobrar el color de su cara secándose las gotas que escurren copiosamente por su cabeza, me agarra del brazo y con cara de furia se enfrenta a mi mirada. Quiero que sepáis que me une una amistad con D. Francisco al que le debo incluso la vida cuando llegué hace años a esta isla, sólo por él he dado la cara para venir aquí, os ruego que a partir de hoy no volváis a pedirme tamaño sacrificio, prefiero limpiar de estiércol a mediodía en un establo a permanecer más tiempo en este antro de gentuza. Confieso que hacía tiempo no me sentía tan humillado y con mi autoestima tan dañada, ¡¡un tarado!! Eso es lo que me ha llamado, pienso para mi, Dios en su infinita piedad había dirigido mis pasos a este lugar y ciertamente no había encontrado la hospitalidad a la que estaba acostumbrándome, daba vueltas mi cabeza pensando sin acordarme la rabia contenida en mi acompañante Facundito, mantenía su mano agarrándome el brazo con furia mientras al hablar escupía saliva y sus ojos estaban fuera de sí, permitidme deciros algo Pedro, hemos sido unos borregos al servicio del clero y la nobleza, ¡¡una infusión!! además de apaleados, humillados por esta monja arpía ¡¡Diossss!!.

Ahora soy yo el que le indico que se calme, le paso un brazo por encima de sus hombros y le invito a seguir paseando para poder enterarme que se esconde tras la ira desmedida del boticario, algo me hace pensar de oscuros designios ocultos tras los muros de este hospital, refugio de enfermos, mutilados, locos, mendigos y todo tipo de gente despreciada al encierro como simple solución a limpiar las calles de escoria social, siempre mal vista por los que con los bolsillos y el estomago lleno nunca se han preocupado de la enfermedad más terrible, la perdida de la fe y las enfermedades del alma, lamentablemente creo pasarán muchas civilizaciones destruidas para que se den cuenta de la maldad humana.  


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