viernes, 15 de julio de 2011

CAPITULO XXIII, Pulgas y piojos.

CAPITULO XXIII
                                                           Pulgas y piojos




          
El sol luce en lo alto y el capitán nos anuncia la proximidad de Sanlúcar de Barrameda, nos adentramos en el océano Atlántico aprovechando sus vientos alisios en el inmenso mar, un horizonte lejano deja brillos en sus olas azules salpicados por espumas blancas y reflejos de sol que agotan mis cansados ojos, ahora ya se nota el incremento del subir y bajar del barco cabalgando sobre olas que salpican espuma sobre la cubierta empapándolo todo, el capitán impasible en su timón observa muy atento el horizonte con el temor de vislumbrar buques pirata no solo los turcos se dedican al robo y el asesinato en estos mares, también franceses, ingleses, flamencos, holandeses surcan los océanos en busca de presas que no dispongan de la protección de la Corona con buques de la armada Real, pero afortunadamente no es lo que me preocupa, siento un malestar desconocido hasta hoy, a pesar de mi buena voluntad por disfrutar de este viaje al asomarme por la baranda de proa veo la línea del horizonte subir y bajar sin cesar, me agarro de la baranda hasta ver blancos mis nudillos, me invade el pánico sin saber el motivo, el viento me golpea a medida que el barco aumenta la velocidad y por consiguiente el traqueteo de sus maderas, veo mis brazos pálidos y sudando a pesar de estar completamente empapado, la cabeza me da vueltas sin lograr poder centrarme en lo que estoy contemplando y viviendo, necesito reposar o quizás sentarme un rato, me siento muy débil, pierdo fuerzas en mis brazos y piernas, noto un sabor agrio que me quema la garganta, Dios mío, que me sucede, ¿la vida me abandona sin darme cuenta?, en un momento que miro a mi alrededor veo a un marinero comer un trozo de tocino y chorrearle una baba de trocitos de grasa por la comisura de sus labios. A partir de aquí pocos recuerdos agradables, lo que si llegué a ver es una fuente salir de lo ancho de mi boca como una cascada de violenta convulsión de espasmos y retortijones, los gritos insultando de otros pasajeros al caerles encima los restos a medio digerir de mi dolorido estomago producto de una cena demasiado abundante para este acompasado viaje, los ojos me escuecen de dolor, las lagrimas cubren mi cara, la boca me huele como una letrina de leprosos, mi garganta tensa con las venas hinchadas pugna por coger aire y poder seguir expeliendo tan hediondo contenido en mis entrañas, tirado en el suelo de madera de cubierta araño entre estertores su superficie para encogerme de dolor en mi estomago, allí tirado veo una visión infernal, muchos viajeros me acompañan en mis estertores de agonía como si todos los demonios se hubieran apoderado de nuestros cuerpos, me encomiendo a Dios Creador para darme una muerte rápida, no sé cuánto tiempo duró esta barbarie solo recuerdo entre sueños que me arrastraban entre secreciones por el suelo entre risotadas y maldiciones blasfemas hasta que desperté en un rincón de la bodega.
La boca, un tufo me llega a la nariz para despertarme con muy malas sensaciones, con ayuda de mi manga arrastro desde el codo restos de todo tipo de mi nariz y cara, afortunadamente no tengo barba en esta ocasión que frene tantos deshechos, intento apoyar mi espalda para serenarme y encontrarme nuevamente con los vivos, ¿vivos? Una masa de cuerpos tirados en diferentes rincones me observan amarillos como espectros, el olor es inmundo, siento latir mis sienes como si tuviera un ejército de enanos tocando los tambores del infierno, jadeo y toso la poca saliva que me queda, mi boca es una pasta reseca, necesito agua para empezar a recuperar la cordura, al intentar incorporarme me flaquean nuevamente las piernas resbalo con restos de orina y vuelvo a sumergirme en un profundo sueño cargado de pesadillas en las que un ave me atenaza con sus garras clavándolas con fuerza en mi estomago, vuelo a través de los cielos sintiendo al subir y bajar que mi cuerpo no me pertenece, no puedo gobernar el dolor que me atenaza ni ser consciente de la fuga de mi conciencia, noto que me elevo para después caer en un brusco descenso, mi corazón se acelera en un loco latir de sus venas, Señor, concédeme el descanso eterno para no seguir sufriendo los sueños de un loco, un sobresalto de sorpresa me devuelve a la realidad, agua, agua en cantidad nos cae por encima, me siento un poco mejor por lo menos despierto, agua salada me cubre, veo en lo alto a los marineros de cubierta lanzar cubos de agua entre risas y burlas.
Poco a poco he ido recuperando mi estado natural y he podido encontrar a Serafín, quizás no tan afectado como yo pero sin color en su cara, me manifiesta el sufrimiento por este viaje en el que nos desespera llegue a su fin, así van pasando los días con pocas novedades que no sean el intentar comer el mínimo que aguantan nuestros estómagos o dedicarnos a escuchar a otros viajeros, la vida a bordo es tan asfixiante como estar detenido en un frío calabozo, los paseos por cubierta son arriesgados, hay poca estabilidad y lo más prudente es pasar el tiempo sentado, a veces me distraigo viendo las apuestas con el juego de dados sobre las tablas de la cubierta o intentando mantener el brasero para calentar sopas y otros alimentos, intentamos dormir todo lo posible para refugiarnos del frío de las noches y el temor que nos produce la oscuridad en nuestras atormentadas mentes. Me ha llamado la atención la forma de dormir de algunos marinos que cuelgan de un extremo de cuerda una lona en la que se acuestan a dormir mientras se balancean arriba y abajo además de a los lados, por lo visto le llaman chinchorros y es como suelen dormir los indígenas de las selvas de América, con ello evitan estar sobre el suelo al resguardo de serpientes e insectos venenosos.
Continuamos con nuestros hábitos diarios de oración al alba, es difícil conciliar el sueño a bordo pero ya parece que nuestros cuerpos se empiezan a acostumbrar a tanto balanceo, escuchar las confesiones de varios tripulantes ha sido una constante en este viaje por los temores que ha infundido en sus ánimos esta tortuosa travesía incluso el capitán a pesar de estar siempre ocupado ha tenido a bien poner en orden su alma no por el temor al castigo divino, más bien por encontrar una excusa de poder desahogarse de sus propias preocupaciones y evitar el tedio que en ocasiones nos encontramos, un hombre muy reservado de serio semblante en el que vislumbro un pasado poco tranquilizador, sucedió uno de estos días en los que el viento nos mantenía casi parados y en los que ya empezaban a escasear alimentos frescos, dos de los viajeros comenzaron una disputa por unas naranjas medio podridas y uno de ellos llamado Manuel dejó por zanjada la discusión sacando de su fajín una navaja de tamaño considerable con ruido característico al abrirla y sonar un clic de malos presagios, fue lo último que recordaría pues el capitán que lo presenciaba le arreó un puñetazo en las costillas para posteriormente dar la orden de encadenarlo en la bodega hasta que se le calmaran los ánimos. Otros se dan al arte de la pesca con mayor o menor fortuna y cuando la suerte del lance les sonríe podemos la mayor parte de las veces disfrutar de las delicias del mar.
 Llevamos según mis cuentas más de una veintena de días en este largo viaje he tenido que compartir con Serafín los últimos frutos secos que me quedaban en el morral, fue en una conversación en el puerto que oí la idea de traerlos, bien por su poco peso y mejor por su aporte en saciar el hambre que de vez en cuando retuerce nuestros estómagos, nos vemos extremadamente delgados cada vez que nos desvestimos para pasarnos una esponja verdosa y quitarnos la mugre que nos cubre, poca solución en ello, es mal visto por el resto de la tripulación malgastar el agua para estos dispendios así que las pocas veces que he mantenido mi higiene ha sido en las bodegas del galeón a escondidas de miradas críticas.
 He descubierto en las noches ruidos que han causado el terror de mis desvelos, siseos, roces, pequeños golpes y ruidos acompasados con un posterior silencio, ratas, la bodega a bordo transporta una gran cantidad de ellas, sólo las he visto en una ocasión o mejor dicho unos ojos brillar en la oscuridad observando mis movimientos, no he dudado ni un momento, duermo a la intemperie con una loneta improvisada que hemos logrado colgar en un rincón para guarecernos de humedades o del inclemente sol, cualquier cosa con tal de no volver a repetir un episodio tan espantoso como el causante de mi carencia de voz y el espanto por el miedo a la peste que nos ilustró mi amigo Serafín el día que lo conocí, además acostumbro a frotar mi piel con una mezcla de hierbas con la finalidad de evitar las picaduras de pulgas y piojos, ya he visto en otros viajeros el resultado de ulceraciones causadas por estos diminutos parásitos con el resultado de cambiarles el carácter hasta tal punto de perder los nervios con los picores que les producen, entre nosotros hay un noble procedente de Extremadura que me ha consultado muy avergonzado si soy médico para aliviar su dolencia, después de escucharlo en un lugar apartado de oídos indiscretos me confiesa de tener sus partes intimas ulceradas y rojas de tanto rascarse, me ha costado apartar la mirada de lo que veo, prefiero no describirlo por ser de tan delicada naturaleza, le muestro paños limpios con un recipiente de vinagre, le aconsejo raparse la maraña de pelos rizados que esconden su virilidad para lavarse con este liquido purificador, D. Raúl, que ese es su nombre, se me queda mirando con cara de sorprendido, a pesar de todo no ve otra solución a su desesperación, bien es sabido que, el haber tenido contacto con mujeres de la calle y la falta de aseo personal ha complicado la salud de su escondido miembro.
Unos alaridos hacen que toda la tripulación levanten al unísono las cabezas para ver qué sucede, veo a D. Raúl correr por la cubierta como un perro apaleado, gritos de rabia encolerizada y puños cerrados que van desde su entrepierna hasta cerca de mi cara, afortunadamente lo tienen sujeto dos marinos pero no deja de patalear soltando blasfemias y maldiciones entre retortijones de poseso, horas más tarde le tranquilizo al hacerle entender lo preferible de aguantar el dolor del vinagre a la otra solución, cortar las zonas afectadas, creo haber conseguido tranquilizarlo, pero el resto de viajeros han preferido apartarse aún más de mi lado y ya no los veo rascarse como antes lo hacían.

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